Recuerdos como cuchillos
Desde el estreno de Nuevo orden, Michel Franco ha acelerado su ya de por sí rápido ritmo de escritura y dirección para sacar adelante dos proyectos en cuatro años y, en el proceso, le ha dado la espalda al Festival de Cannes, su sala de alumbramiento habitual hasta Las hijas de Abril, para sacarse una suscripción premium en la sección oficial de Venecia, que le ha recibido felizmente y no ha dudado en impulsar aún más su carrera regándola con premios. Así, tras Sundown, su primera película con actores de renombre internacional —Tim Roth, Charlotte Gainsbourg—, estrena en cines Memory, una narración compacta en su hermetismo silente que aísla el dolor de sus protagonistas en un fuera de campo temporal que, pese a todo, consigue abrir en la frialdad aséptica y esquiva de las imágenes pequeñas grietas por las que se cuelan destellos de un pasado sangrante que le sirven al espectador para construir el sentido parcial de la propuesta. La estructura de la película, por tanto, está sostenida sobre la omisión, por parte del director, de una información que podría parecer, en un principio, fundamental para comprender el prisma de las emociones de los personajes. Y es que precisamente los protagonistas (impresionantes Jessica Chastain y Peter Sarsgaard) mantienen a lo largo del metraje una enzarzada batalla con sus recuerdos o con la ausencia de los mismos.
Michel Franco realiza en la primera parte de Memory una exhaustiva radiografía de la rutina Sylvia, una trabajadora social que acude puntualmente a sus reuniones de alcohólicos anónimos, pasa tiempo con su hija, a quien le impone unas normas muy estrictas, y visita regularmente a su hermana. El tono monocorde de estos primeros minutos sólo se ve alterado mínimamente por pequeños gestos que insinúan la posible existencia de unos acontecimientos traumáticos que podrían explicar la fragilidad dolorosa que parece marcar el día a día de la protagonista. Así, hasta que, al salir de una reunión de antiguos alumnos, un hombre la sigue hasta la puerta de su casa y la película se rompe en unas secuencias de tensión que no harán sino abrir las ventanas de las imágenes para que pueda entrar por ellas la expresividad de los gestos de los personajes. Las piezas dispersadas por el realizador durante la primera mitad de la cinta se irán juntando en la segunda y formarán, poco a poco, la silueta de un dibujo que, sin embargo, nunca llegará a completarse.
Saul, el sujeto que sigue a Sylvia, sufre un principio de demencia que elimina sus recuerdos más inmediatos, obligándole a caminar sobre baldosas de aire que se rompen en el mismo instante en que deja de pisarlas. Ambos no tardan en iniciar una relación, primero laboral, más tarde sentimental, que se convertirá en el único paliativo que reduzca el dolor que arrastran por culpa del pasado. Será una relación a contracorriente, completamente imprevista —e imprevisible—, cuya raíz heterodoxa se verá subrayada por el carácter antagónico de los diálogos que los personajes entablan con la memoria: ella no puede huir de una infancia marcada por el horror, mientras que él se ve lastrado por los constantes momentos de desorientación que le provoca su enfermedad, esa apisonadora de los recuerdos que le deja abandonado en una realidad fría y gris que nada tiene de atractivo.
Michel Franco construye así una película dura y eminentemente nihilista cuyo distanciamiento formal con respecto a la historia que narra no evita nunca que el impacto que esta produce en el espectador sea menor. Hay en Memory, sin embargo, fogonazos de luz que le insuflan algo de oxígeno y esperanza que no por optimistas dejan de ser dolorosos, en tanto que para el director de Después de Lucía el amor es sólo una posibilidad, un breve chispazo de calor que no tiene por qué cristalizar en un fuego vital, un interrogante cuya resolución no necesariamente va a ser gratificante.