Una de las cosas más fascinantes al respecto de Apichatpong Weerasethakul es el hecho de que sus películas se reciben casi como eventos imperdibles. Algo que, dentro de su categoría de cine de autor, más o menos radical (de eso habría mucho sobre lo que discutir) no deja de ser algo extraordinario. Al fin y al cabo, cada nuevo film del director tailandés, la expectación que genera, podría ser el equivalente autoral a lo que genera Marvel dentro del blockbuster. ¿Podemos hablar del ACU (Apichatpong Cinematic Universe)? Pues quizás no en el sentido de conexión narrativa entre sus películas, pero rotundamente sí en cuanto, no tanto a tropos formales, sino a una serie de intangibles que hacen reconocibles sus películas.
Memoria viene a ser una sublimación estilística y, al mismo tiempo, una exploración más radical de ese tipo de cine que, demasiadas veces, se califica de “lento” en tono despectivo sin entender las implicaciones de un concepto que en realidad no existe. La lentitud, o la rapidez ya puestos, no son elementos valorables como verdades absolutas. Si acaso podríamos hablar de tempos o de ritmos, pero en consonancia con lo que la película necesita. Ejemplos podríamos encontrar en lo que se denominaríamos cine agónico, cultivado por Tsai Ming-liang. Películas en las que tenemos acción encapsulada en momentos que no llegan a nada por si solos pero que, sumados en puzzle, componen un cuadro sobre la nada y la futilidad de la existencia rutinaria. Weerasethakul por contra, opta por una idea contraria. En sus largos planos parece que no ocurre nada, dejando al espectador a merced de lo sensorial, de una mística que se mueve entro lo natural y esa percepción. Sin embargo, fuera del impacto visual evidente hay muchas cosas sucediendo, muchas narrativas para el resto de sentidos. En este sentido podríamos catalogar a Weerasethakul como un director de cine de acción pasiva.
Y es que en el fondo Memoria no deja de ser un thriller al respecto de la obsesión, la premonición de algo terrible que no se entiende pero que está amenazando fuera de plano y que articula a través de un simple sonido como motor de la trama. Una aventura que se vincula con el Hitchcock de la protagonista rubia, de lo turbio inexplicado pero presente, de la aventura a través de diversos pasajes en busca de resolver un misterio. Obviamente, todo ello pasado por el tamiz estilístico del director tailandés.
Memoria incide especialmente en la fascinación, no solo por el misterio, también por una especie de estado de ensoñación permanente. Aunque no cabe duda que estamos ante una puesta en escena plenamente naturalista, no deja de estar teñida de una suerte de vigilia continua. Un estado de duermevela que potencia el misterio y el halo sobrenatural que sobrevuela toda la cinta. No en vano, Memoria parece hacer referencia a la actuación de nuestros recuerdos lejanos, presentes, reales, pero siempre envueltos en un velo que aparenta emitir cierta duda acerca de la veracidad de los detalles, como espacios en blanco que rellanamos con probabilidades y no necesariamente con la verdad.
Pero finalmente, y esto también es muy “hitchcokiano”, muestra una gran capacidad para el humor socarrón y un poco burlesco. De alguna manera, Memoria juega con las expectativas del espectador, recreándose con la probabilidad del ‹macguffin› para acabar descartándolo en un final explicativo tan cerrado como subversivo. Puede dar la sensación de que Weerasethakul está al borde de la tomadura de pelo y, en cierto modo, ese es el riesgo que toma. Una broma gigantesca pero que puede ser interpretada como bidireccional: va tanto hacia el espectador como hacia él mismo con la idea de la desdramatización, del rebajamiento de la tentación de sublimar las imágenes, de magnificar su cine. La mejor manera de dar sentido al camino en sí mismo, alterando el orden de los factores donde no hay un método para un fin sino un fin para elevar al método.