Cuando a principios de 2015 se anunciaba que dos puntales del cine de terror como Greg McLean y James Gunn —otrora cabeza incipiente de la Troma, aunque a día de hoy más pendiente del universo Marvel— iban a poner sobre el papel una idea tan descabellada como la de una empresa en la que sus empleados debían liquidarse unos a otros con tal de sobrevivir, pocos pensarían que el resultado iba a ser un quiero y no puedo de su anverso desprejuiciado, esta Mayhem que nos ocupa. Tomando una idea similar —la distancia está en que aquí no son obligados a asesinarse y en su lugar actúa un virus que desinhibe al individuo y lo torna amoral—, Joe Lynch atina de lleno al convertir su propuesta en un artefacto que ni se sabe ganador de antemano, ni se cree más inteligente de lo que es. Pero lejos de sus (no) pretensiones, donde verdaderamente triunfa Mayhem es en la plasmación de una idea que simplifica hasta el punto de parecer que estamos ante un videojuego de tan evidente como efectivo mecanismo —esa trama tan, a priori, esquemática (y por niveles) da fe de ello—; con la diferencia, eso sí, de que las carcajadas y los borbotones de sangre son los encargados de hacer interactuar a un espectador que no tiene más que despreocuparse y gozar del trayecto.
Para dominar registros como el que propone sobre el papel Mayhem, no obstante, no todo son miradas a esa serie B desacomplejada que en algún momento todos hemos saboreado, y la vis cómica que se alza de chorretón a chorretón de hemoglobina encuentra en Steven Yeun —al que, más allá de The Walking Dead, vimos en Okja este mismo año— y Samara Weaving —de la reciente The Babysitter— los perfectos artífices: mientras el coreano dispone y busca como hacer de su venganza un baño de sangre mayor (si cabe), ella se siente como pez en el agua dejando que esa enajenación mediada por el virus surta su efecto y entre carcajada y carcajada sólo haya que matar el tiempo… o lo que se precie.
Entre la sanguinolencia y los chascarrillos, Lynch interviene lo justo y necesario: administra un dispositivo narrativo tan eficaz y sencillo como el libreto de Matias Caruso, se regodea en esas escenas cuyo mayor virtud es que su exuberancia rebase con creces las expectativas y alimenta una galería de personajes a cada cual más excéntrico que otorgan una dimensión irónica al mundo en el que se mueve, el laboral. No falta momento para el drama liviano, aquel que nos haga confraternizar con los protagonistas, culminado eso sí del mejor modo posible: dejando que la estimulación promulgada se de cita… y las hormonas hagan el resto, claro.
No olvida el cineasta un marco idóneo para trazar unas cuantas ideas —que no discurso— al aire sobre el ámbito laboral, ideas que tiñen todavía más la ironía implícita en el metraje, e incorporan otro elemento punzante a un film que no se llega a sentir constreñido —o con la obligación de— por un contexto al que se podría sacar mucho jugo. Más bien al contrario, Mayhem es consciente de cual es su división, y precisamente a eso juega, a encontrar a través del escenario perfecto un vehículo tan divertido como descarado que no es sino otra aportación a un género que necesita, de tanto en tanto, propuestas como la que nos ocupa.
Larga vida a la nueva carne.