El sueño de una joven afgana de poder llegar a competir en el arte del ‹muay thai› (o boxeo tailandés) la llevará a un país que no es el suyo —pasando así a ser una refugiada—, pues en Afganistán el hecho de realizar cualquier deporte o formar parte de un club deportivo está prohibido para las mujeres. La cineasta iraní Sarvnaz Alambeigi —que anteriormente había dirigido dos documentales: el premiado 1001 Nights Apart y Tomorrowland— sigue ese periplo registrando las distintas facetas que la protagonista establecerá con su llegada al país vecino: tanto los entrenamientos que irá llevando a cabo con tal de cumplir esa meta, como los distintos trabajos que le servirán para intentar subsistir son captados por la cámara de Alambeigi en un formato que se acerca a la docu-ficción en lo formal, si bien en todo momento demuestra ser otra de tantas realidades inmersas en el terreno del documental, algo que se puede deducir de alguna secuencia concreta —como esa donde se persona la violencia doméstica y solo somos testigos el ‹off› sonoro sin imagen alguna que nos indique que está sucediendo— así como de una total ausencia de recursos dramáticos donde no interceden elementos como el montaje, movimientos ópticos de cámara o efectos sonoros extradiegéticos.
Ello no implica ni mucho menos que la cineasta iraní tome una distancia alejada de un dramatismo que se sustrae de determinadas situaciones o conversas, desde las que se perciben el dolor y la amargura de una circunstancia como la vivida sin necesidad de dotar de una gravedad ya implícita a la obra —y que quizá alcanza su momento más triste cuando la protagonista habla con su entrenador de la agresión sufrida por su madre—. Maydegol se erige, no obstante, como algo más que un retrato, y aunque podría aproximarse con facilidad a la crítica más frontal y directa, prefiere recoger en su testimonio distintos diálogos que hablan muy a las claras sobre la realidad vivida, apuntando así a una escasez de libertades que derivan en desigualdades e injusticias que comienzan con una simple (?) prohibición y terminan anulando ya no la propia voluntad de las protagonistas, sino incluso una identidad (cuando argumentan no pertenecer a nada) que en cualquier caso se debería suponer primordial para comprender quienes somos y de dónde venimos.
Esa no identidad se traslada en cierta manera a la narrativa, desde la cual la realizadora iraní articula un tránsito del que se puede adivinar un objetivo, ciertamente, pero que destaca en esencia por ese ir y venir, un tanto caótico, entre conversaciones con las compañeras, mundanas jornadas laborales que la protagonista llega a intentar ampliar siendo rechazada por no ser un «trabajo para mujeres», y fases de preparación que se dirimen entre gimnasios y zonas desérticas donde lo único relevante es continuar mejorando para alcanzar ese anhelo. Ello desemboca en un relato que no siempre posee la misma consistencia, pero sin embargo tiene las ideas muy claras: Maydegol constituiría un retrato diáfano si no fuera porque todo aquello que no puede llegar a percibir la cámara de Alambeigi se obvia en cada diálogo entre ellas, escudriñando así una realidad mucho más cruda y opresiva de lo que llegan a mostrar las imágenes. Es, de hecho, una cotidianeidad que impulsa distintas relaciones afectivas, la encargada de recoger revelaciones que no por el contexto donde se muestran resultan menos hirientes. Una manera, en definitiva, de otorgar voz a esa continua lucha que debe seguir siendo visibilizada como forma de extender dicha rebelión.

Larga vida a la nueva carne.