Comedia sin brújula
Toda Mayday Club está atravesada por la espina de la paradoja, en tanto que, por un lado, sus imágenes no son sino el reflejo, proyectado por el espejo de su duración, de las contradicciones que la componen; y, por otro, su mismo argumento se choca de frente con el avión de la casualidad. Para entender esto, primero hace falta un poco de contexto: en 2014, Ruben Östlund inició con Fuerza mayor una trilogía en la que convertía los lugares de ocio de la burguesía en el quirófano perfecto en el que diseccionarla, utilizando para ello un bisturí de humor corrosivo que, por momentos, se le escurría de las manos y abría en el pecho de los personajes una herida que sangraba parodia excesiva y brocha gorda. En esta primera cinta, la acción sucedía en un resort para esquiadores en la montaña; en The Square, en un museo de arte contemporáneo; y en El triángulo de la tristeza, en un crucero de lujo. Durante la etapa promocional de esta última, el director sueco afirmó que su siguiente obra tendría lugar durante un vuelo en avión en el que los dispositivos electrónicos fallarían y los pasajeros, ante la tesitura de tener que interactuar entre ellos, se volverían locos. Mayday Club comparte unas cuantas similitudes con las cintas de Östlund; y aunque no son demasiadas, sí son lo suficientemente llamativas como para asignarles parte de la responsabilidad de su hundimiento.
La cinta narra la historia de una mujer (Lydia Leonard) que se apunta a un curso especial para superar su aerofobia (miedo irracional a volar en avión), cuyo examen final consiste en completar un viaje de ida y vuelta junto con el resto del grupo —un excéntrico escritor desfasado por su propia decadencia (Timothy Spall), una ‹influencer› que busca lanzar su carrera (Ella Rumpf), y su novio, un fotógrafo taciturno y de personalidad esquiva (Emun Elliot)—, y el monitor que les instruye (Cain Aiden), ebrio de nervios por ser su primera vez. Así, como es de esperar, el trayecto termina torpedeado por todo tipo de imprevistos que encienden los miedos de los pasajeros hasta convertirlos en una gran hoguera de inseguridades y actos irracionales.
La casualidad interviene de forma negativa en la cinta, ya que, si las situaciones y personajes que la componen se acercan por momentos al cine de Östlund, el argumento y uno de los lugares en los que acontece —el ‹resort›— no son sino el eco mermado de fuerza expresiva de The Square y compañía, y esto provoca que las escenas del avión parezcan una suerte de borrador de lo que podría ser la próxima cinta del sueco. Un borrador, eso sí, cuyo carácter fortuito resulta casi más divertido que la mitad de los esfuerzos cómicos de su director, Hafsteinn Gunnar Sigurðsson. El principal problema de la película es que su responsable dibuja la silueta de sus imágenes sobre baldosas de aire que intentan sin mucho éxito maquillar su falta de ideas, y luego las rellena con unos tonos grises que se mueven entre lo que quiere ser un humor negro de carcajada bestial y lacerante, y unos destellos surrealistas que no terminan nunca de encajar en la totalidad de la propuesta. No hay un concepto concreto que le dé cuerpo a la obra, ni tampoco una ligera idea de lo que se quiere contar, de lo que se pretende cuestionar a través de la risa o, al menos, de lo que se está poniendo bajo la lupa de la comedia.
Mayday Club comienza con un tono más bien serio que se va diluyendo entre chistes poco trabajados que cuando pretenden ser corrosivos terminan siendo escatológicos —en el peor sentido de la palabra— y cuando intentan romper con el andamiaje realista del relato acaban por ser ilógicos, puesto que el espectador no siente su introducción como algo orgánico, sino, más bien, todo lo contrario. La película, por dar una imagen general de todo el conjunto, dura noventa minutos, que, pese al tono ligero y el buen ritmo del montaje, se terminan haciendo largos.