El de Mia Hansen-Løve es un estilo grácil, desenfadado. La directora sabe explicarse con cuatro pinceladas, tiene el don de acertar en los puntos clave. Por eso puede permitirse una introducción en apariencia tan comprometida: lo que en realidad no es sino una historia de amor, arranca con la liberación de dos periodistas tras meses de secuestro en Siria. Es un planteamiento que fácilmente podría devenir en una mancha de tinta que impregnara toda la película y que, sin embargo, Hansen-Løve logra utilizar (y de forma en absoluto oportunista) como un simple punto de partida. A partir de ahí, todo se sucede con absoluta naturalidad. La directora respeta la intimidad de sus personajes, muestra lo imprescindible para perfilar su carácter y sugerir sus inquietudes. Hasta cierto punto, incluso podría tacharse Maya de película eurocentrista: al fin y al cabo, estamos ante la historia de superación de un hombre blanco, occidental, heterosexual y de clase media; todo ello ubicado en un contexto en dónde palpamos el sufrimiento diario (y mucho más traumático) de otros sectores sociales. Afortunadamente, nada de ello pasa inadvertido a la autora.
Pero volvamos a los personajes. Tal punto de partida tiende a derivar en una historia de resarcimiento: la inesperada y brutal rotura con la normalidad provoca el desmoronamiento emocional de una persona y, a partir de ahí, asistimos a su recuperación, a su lucha por la vuelta a la normalidad. Sin duda, todo ello está presente en la película que nos ocupa, pero de una forma mucho más sutil y a la vez compleja de lo que es habitual. Aquí no hay exhibición del trauma, ni regodeo en sus esfuerzos por sobreponerse. En realidad, Hansen-Løve no se centra en el perturbado mundo interno de Gabriel (interpretado por su habitual colaborador Roman Kolinka), sino en el tipo de terapia que el propio personaje se aplica. El constante uso de las elipsis recubre la película de un tono hipnótico. La causalidad adquiere una fuerte importancia, todas las acciones del protagonista son explicadas con suavidad y ligereza. De hecho, su viaje emocional deviene tangible gracias a cierta fórmula narrativa: la de visionar un seguido de imágenes en apariencia intrascendentes pero de cuya compilación resulta una experiencia más sensorial que visual.
Y a pesar de su carácter abiertamente formalista, la película no desaprovecha su potencial activista. Como entredijimos, Mia Hansen-Løve es consciente de las contradicciones de sus personajes. Así lo manifiesta en la acertada secuencia de reencuentro entre madre e hijo. Ella, militante de cierta ONG (directamente comprometida con el caso de Siria), celebra que su hijo siga con vida… siendo consciente, al mismo tiempo, de que ello sólo puede agradecerse a una injusta discriminación racial y social que es, así mismo, la causante del sufrimiento de aquellos a quien intenta ayudar. Se trata de una secuencia cargada de metáforas que sirve, a mi entender, para escenificar dos cosas: la primera, la difícil dicotomía existencial en que se encuentra alguien que ha palpado la miseria con sus manos en el momento de escoger entre felicidad o activismo. La segunda, recordarnos que nuestra felicidad es legítima… siempre siendo conscientes de que, más a menudo de lo que seguramente creamos, esta será fruto de un bienestar sustentado por nuestros propios privilegios y, consecuentemente, por la opresión.