No es posible amar la vida sin tener presente su esencia fugaz y finita. Tampoco lo es sobrevivir estando en contacto directo con la propia mortalidad sin algún tipo de conexión con el mundo. Esta vendría a ser la síntesis filosófica que se deduce de Maya (Mia Hansen-Løve) mientras retrata el regreso a la libertad de un periodista de guerra francés secuestrado en Siria durante meses. Lo abrumador no sólo de la experiencia, sino también del reencuentro con sus amigos, familiares y toda la burocracia y actos relacionados con su rescate le llevan a la India. Allí conocerá a la joven —cuyo nombre da título del film— y comenzará a desarrollar con ella una amistad que le resulta cuanto menos estimulante. Paseos, charlas y largas secuencias que permiten experimentar y describir los ambientes donde suceden los diálogos son la base una vez más del relato de la directora. Con la excusa de la semilla de un hipotético romance se avanza en múltiples direcciones a la vez. La superación del trauma del secuestro, la reestructuración de sus prioridades con las relaciones personales como proceso catártico y los lastres de su pasado más y menos reciente están presentes de manera recurrente.
El manejo del tiempo es una de las preocupaciones fundamentales de Hansen-Løve y más concretamente cómo el tiempo afecta a sus personajes. Algo que se puede comprobar fácilmente en Eden (2014) o El porvenir (2016), en la que también es la adaptación de los individuos al tránsito —o a la evolución constante y obligada— un eje central de su narrativa. Así como la crisis de identidad de todos ellos, mientras sus entornos cambian y la relación con los mismos van mutando mientras fluye la narración. El montaje aquí es un recurso fundamental en este sentido del transcurrir que se dilata y contrae a voluntad de la directora en función de unos intereses muy claros. Las interacciones humanas, las reflexiones sobre su lugar en el mundo y los lazos amistosos que se crean en su estancia en el país parecen expandirse y definir un estado de exaltación atemporal del ser del personaje protagonista. Mientras tanto los viajes como desplazamiento físico sin ningún tipo de transformación a considerar se contraen con un uso de la elipsis como base de unos montajes de planos en transiciones vertiginosas que atrapan al espectador en un viaje temporal completamente sensorial.
Los espacios preceden a los que lo habitan. Así lo destaca la magnífica capacidad descriptiva de su mirada con un trávelin o siguiendo a un personaje lo mínimo para conocer su entorno, permitiendo darle vida a todo lo que experimentan en el mundo que les rodea. Los problemas sociales de la región, su cultura y tradición milenarias y los vínculos del periodista encarnado por Roman Kolinka con el lugar —a los que no pretende renunciar— sirven de contrapeso a sus conflictos interiores y la superación de una experiencia que no puede compartir con nadie. La perspectiva formal naturalista que adopta el film al crear viñetas de índole casi costumbrista o integrando a los personajes en los paisajes se combina con esos característicos planos medios en los intercambios de diálogos, flotando una cierta idea de ensoñación permanente a través de su fotografía. La experiencia de la vida como ensoñación lúcida que recrean sus imágenes es tan auténtica como las emociones que se capturan en ellas, que se confunden con las vivencias reales del sujeto de su historia. Porque el peligro está siempre presente. La muerte y la pérdida son destinos imposibles de desafiar, que no pueden supeditar las decisiones o la forma de relacionarse con los demás. Únicamente arriesgándose a sufrir se puede amar. Y sólo aceptando todos estos riesgos ineludibles de estar vivo se puede vivir.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.