El arte nunca ha sido una vía laboral sencilla, especialmente por la inicial resistencia familiar a aceptar que un pintor, actor, músico, etc. pueda ser capaz de ganarse la vida a través de estas profesiones. Maud Lewis lo tenía todavía más difícil ya que, además de ser mujer, padecía una enfermedad de las articulaciones denominada artritis reumatoide, de manera que sus parientes más cercanos veían imposible el hecho de que pudiera valerse por sí misma y no vislumbraban ni de cerca su futuro en la disciplina pictórica. Sin embargo, esta mujer residente en la península de Nueva Escocia, al este de Canadá, acabaría por convertirse en uno de los iconos artísticos del país norteamericano en el pasado siglo XX.
En Maudie, el color de la vida, el biopic sobre este interesante personaje que dirige la cineasta irlandesa Aisling Walsh, contemplamos la vida de Maud desde poco antes de entrar a trabajar como asistenta del hogar de Everett Lewis, un huraño pescador de la zona que tampoco parece creer en las posibilidades de la que será su futura esposa, a la que incluso llega a vejar en público. Sin embargo, el paso del tiempo y la confianza en sí misma sacarán a la luz el potencial artístico de la protagonista, cuyas formas pictóricas vemos florecer de manera progresiva a lo largo de los 115 minutos de película.
Con Maudie, el color de la vida, no estamos ante una película biográfica demasiado encasillada en las formas típicas de esta clase de producciones. No en vano, la propia figura de Maud Lewis no invita tampoco a seguir un esquema tradicional. Walsh y la guionista Sherry White evitan inundar la cinta de excesivos detalles que pudieran hacer virar su trabajo hacia un producto clásico y optan por construir un relato pequeñito en aspecto pero rico en alma para una protagonista que también responde a esa descripción. La cámara solo se marcha del humilde hogar donde la pareja reside para mostrarnos la naturaleza de sus alrededores y otros inmuebles de esta llamativa zona de Canadá.
Donde no se escapa el film de pecar de cierto dramatismo forzado es en la representación de ciertos personajes; además de la grandeza moral y artística de Maud, que puede ser relativamente admisible dado el carácter general del relato, el cinismo de su hermano Charles y la curiosa bondad de Sandra son otros ejemplos que denotan una pincelada de maniqueísmo en Maudie, el color de la vida. A esta consideración no responde Everett Lewis, un tipo que parece repelente en ciertos aspectos pero resulta tierno en otros y cuya figura aporta el punto de imprevisibilidad que necesita la película. En este sentido, buena parte del mérito corresponde a la grata interpretación que del personaje realiza Ethan Hawke, aunque queda solapada por su compañera Sally Hawkins, que clava el papel en otro gran registro de una actriz probablemente no tan valorada como su calidad actoral merecería.
Más allá de esa ligera tendenciosidad en la representación de los mencionados personajes, la laxitud dramática que exhibe Walsh en Maudie, el color de la vida para narrarnos el camino artístico de su protagonista le sienta bastante bien a la película. Apostar por grandes ambiciones en un film que dirige su mirada a una mujer cuya posterior fama se basó en su perenne humildad habría supuesto una grave incongruencia. Por el contrario, desprender a este trabajo cinematográfico de forzados giros de guión (ni siquiera el secreto que se le revela a Maud tiene visos de resultar amanerado), invitaciones al llanto y vacíos embelesamientos es la acertada receta que hace funcionar al conjunto fílmico aquí exhibido.