El taxidermista no es la primera película de Matteo Garrone, pero sí quizás la primera que le permitió introducirse en el circuito del cine de autor de su país, antes de que Gomorra le proyectora fuera de las fronteras transalpinas. Con ella comparte la idea de la Camorra como parte indisociable (mas cancerígena) del paisaje social, cultural, político y económico italiano, aunque en este caso aparece como nota al margen dentro de una historia principal construida sobre un romanticismo terrible y patético, adjetivos que definen asimismo a su fascinante protagonista, ese Peppino Profeta (hasta el nombre es memorable) que encarna con maestría Ernesto Mahieux. En este sentido, la cinta troca más con el fondo de amargura y soledad que bañaba otro potente estudio de personaje de su autor, Dogman. Sea como sea, las claves que han marcado su cine, al menos gran parte de ellas, están ya presentes en esta obra en teoría primeriza, pero poseedora de un andamiaje escénico y narrativo de una solidez evidente.
Historia de amor/posesión sombría y enfermiza, El taxidermista acierta a dibujar, con sutileza y compasión, la espiral de deseo en la que cae progresivamente nuestro antihéroe, hombrecillo que se ha hecho a sí mismo gracias al poder tentacular de la Camorra, pero aun así incapacitado para hallar algo parecido a una plenitud sentimental. El encuentro casual con el apuesto Valerio (Valerio Foglia Manzillo), al que pronto acoge bajo su protección e introduce en su mundo de dinero y mujeres fáciles, le brinda la posibilidad de un futuro que él mira con esperanza, aunque el espectador entiende rápido lo fútil de estas aspiraciones. La aparición de Deborah, la tercera en discordia, cierra el triángulo y pone en marcha el conflicto principal de la película, que tanto Garrone como sus guionistas habituales (Massimo Guadioso y Ugo Chitti) manejan con buen ojo tanto para el drama como para el humor negro más soterrado.
Lo más remarcable de esta poderosa ficción radica en la complejidad de esta relación a tres bandas, así como en la riqueza de su personaje principal y en el vínculo que establece con Valerio. Son personajes con una gran entidad, ni buenos ni malos, víctimas de sus propios deseos (sean estos de índole sexual, afectiva o económica) y, como tales, capaces de generar empatía en el espectador. Peppino, quizás una de las creaciones más brillantes que nos ha regalado el cine italiano en el siglo XXI, es un compendio de amenaza y vulnerabilidad, un sujeto que inspira ternura, pero también temor, hábil manipulador que no tiene escrúpulos en inyectar veneno cuando siente que lo que tiene (por muy frágil que sea) se le empieza a ir de las manos. Pero no es un monstruo. Garrone lo sabe, y captura su humanidad en varios momentos de una riqueza expresiva devastadora.
Estamos, por tanto, ante una película triste y lacerante, a la que quizás se le puede reprochar algunos deslices en la elección de la banda sonora (pasajes que deberían bullir de oscura intensidad se ven minimizados por una música jazzística no muy pertinente), pero muy seductora en su conjunto. Cualquier aficionado a las historias de (des)amor esquivas y emponzoñadas, encontrará aquí material de sobra para despertar su fascinación. Esta es la crónica fatalista de un pobre hombre enamorado de su juguete, y de cómo su pequeño mundo, construido desde la ilegalidad, se resquebraja dolorosamente, dejando al descubierto su insignificancia. Cine oscuro y cruel que quizás no alcanza el nivel tan rupturista y depurado en su narrativa de Gomorra (a día de hoy, la mejor película de su autor para quien esto escribe), pero que sigue siendo igual de potente en su descripción de las miserias humanas y del daño que nos infligimos los unos a los otros, incluso cuando nos amamos.