No es fácil plasmar, en apenas veinte minutos, el vacío vital, la alienación y la desesperanza de esas mujeres (muchas) obligadas a soportar sobre sus espaldas, al mismo tiempo, tanto una carga profesional inevitable en tiempos de precariedad laboral y crisis económica, como una carga familiar fruto de un sistema patriarcal que priva al hombre de las responsabilidades del hogar y del cuidado de los hijos/nietos, que no son pocas. Álvara Gago Día lo consigue con especial habilidad y contundencia, plegándose a una estética deudora del cine de los Dardenne (una cámara pegada al rostro y el cogote de su protagonista, implacable en su naturalismo observacional) y obviando cualquier amago de tendencia discursiva. Sin música extradiégetica, sin demasiado diálogo, con un realismo ambiental apabullante, Matria retrata un día cualquiera en la vida de Ramona, operaria en una fábrica de conservas, transmitiendo de modo ejemplar el estrés y el vértigo (la película tiene un ritmo jadeante) de una vida dedicada enteramente al trabajo y la familia, hasta el punto de que cualquier necesidad propia se ve anulada o asfixiada.
Gago funde, porque no puede ser de otra manera, la crítica a una determinada situación social y profesional que sufren muchas personas y familias en nuestro país, con un retrato seco y sin adornos de la mujer esclava de “sus” labores. Este machismo tan arraigado culturalmente en nuestro país, especialmente en mujeres de cierta edad que no han podido aprehender las nociones de independencia y libertad que les son ya familiares a las de las generaciones más jóvenes, se muestra en el filme de un modo enormemente deprimente, por realista. Ahí está la incomunicación con el marido, en la única escena que comparten ambos personajes. De igual modo, la descripción del entorno laboral no puede ser más hostil, casi retrotrayendo a los tiempos de Dickens en cuanto al trato abusivo del obrero y la desaparición de la voluntad en un miasma de insultos, órdenes y obediencia ciega.
No es, como se habrá intuido por lo expuesto anteriormente, una película agradable de ver. Es dura porque dura es la situación que refleja. Y, si bien lo que muestra no resulta nuevo (ni siquiera el modo semidocumental elegido para mostrarlo), su impacto no puede ser más contundente. Y ahí está ese primer plano sostenido del rostro de Ramona (sensacional Francisca Iglesias Bouzón) con que se cierra el cortometraje: una sonrisa fugaz que rápidamente se abisma en una mirada perdida, vacía, fija en un punto incierto en el que no se adivina ni el más mínimo asomo de luz o esperanza. Un cierre que, por otra parte, revela el talento y la altura creativa de su autor, reconocida en la última edición del festival de Sundance nada menos que con el Gran Premio del Jurado.