Matías Piñeiro parece empeñado a través de su filmografía en explorar los límites, puntos de contacto y divergencias entre el lenguaje cinematográfico y el teatral utilizando la obra de William Shakespeare como referencia. En La princesa de Francia (2014) una compañía de teatro de Buenos Aires se ve involucrada en el proceso de adaptar Trabajos de amor perdidos en formato de radio y nosotros como espectadores somos testigos de un múltiple juego intertextual que envuelve el proceso en varios niveles. Los propios personajes del filme, el dispositivo narrativo y sus recursos formales introducen ideas de la propia obra en un relato contemporáneo. Agustina Muñoz, María Villar, Romina Paula, Julián Larquier y Pablo Sigal —recurrentes miembros del reparto de algunas de sus películas—, entre otros, interpretan a una serie de personas que a su vez mantienen máscaras, roles y personajes hacia sí mismos y hacia los demás. Mienten y ocultan sentimientos, desean y rechazan su propio deseo, traicionan mientras no soportan la traición, en una historia en la que el amor es el centro y la excusa de todo. Una historia en la que se explora la complicada y frágil construcción e hipocresía de los usos y costumbres alrededor de los sentimientos.
Víctor (Larquier) regresa de México después de un año desde que su padre muriera. Por un lado debe enfrentarse al reencuentro con sus actrices y el difícil equilibrio entre las relaciones profesionales y personales que dejó atrás. Por otro tiene que sacar adelante la grabación de un programa piloto de radioteatro que adapta la última obra en la que estaban trabajando cuando se marchó. El diálogo es la base sobre la que forman sus secuencias, en las que elabora un efervescente universo sentimental que expone los entresijos, lo que hay detrás de la vida pública y las relaciones personales evidentes de los miembros de la compañía. La cámara observa minuciosamente a los personajes, retratando los escenarios que contextualizan y proyectan sus intimidades y contradicciones de forma más o menos obvia. La propia aproximación escénica elude cualquier tipo de referencia teatral y las interpretaciones separan claramente no sólo la frontera entre la narrativa fílmica y la dramaturgia, sino también las peculiaridades de su traslación a un medio puramente sonoro, en el que la naturaleza física de su actuación desaparece por completo. La locución se carga de una ambivalencia únicamente perceptible por la cámara o el espectador en una sala que los oyentes jamás encontrarán.
Un subtexto que está presente también en las voces de los protagonistas, camuflado o subrayado por los gestos y el movimiento libre en el espacio que permite el cine. Acercarse a la obra de teatro aquí también supone la pérdida de la espontaneidad de la creación en directo en su adaptación al rodaje delante de una cámara. ¿Cómo transmitir esa idea en un medio pregrabado en el que todos los aspectos de la imagen y acciones son siempre los mismos y ejecutados de la misma forma? En cierto momento la narración cae en una repetición múltiple de una misma escena en la que Natalia (Paula) quiere recuperar el contacto con su antigua pareja mientras pega carteles con anuncios de clases particulares. Las infinita posibilidades de variabilidad se trazan a través de diversas escenificaciones en las que las mismas acciones crean significados únicos al ser realizadas por diferentes intérpretes y tener resultados contradictorios e inesperados. Esto no sólo ayuda a transgredir la limitación formal y la predeterminación del medio, sino también a jugar con la idea de paronomasia existente en el texto original —cargado de intenciones y recursos poéticos—, la repetición de sonidos entre palabras con sentidos distintos, llevado a su equivalente cinematográfico en una composición puramente visual, que supone otra muestra más del director de su extraordinario refinamiento narrativo en el tratamiento de conceptos dramáticos y discursivos.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.