No hay nada como un reflejo de nostalgia. Este se encuentra en un lugar de Tenerife, en 1993. Omar Al Abdul Razzak se aferra a un hecho concreto para dar forma a una realidad paralela, una de veranos imperfectos y familias revueltas; una de loros, tradiciones y Michael Jackson.
En esa época TVE nos ofrecía otra reposición de Verano Azul, con esos críos que idealizaban al señor mayor con barba, cuando no había mejores sitios que visitar, cuando la aventura era el ahora y la importancia residía en cualquier pequeñez. Como jarro realista, el verano azulado de Razzak cuenta con una adolescente y un niño que pasan las horas juntos pero no revueltos, que hacen de hermanos mientras esperan descubrir hacia donde sopla el idealismo de su madre cada día al salir de trabajar. Paula recorre la isla junto a sus amigos con ese cierto desinterés por dejar de ser una niña cuando claramente el mundo ha decidido que ya no le toca, y Rayco encuentra a su propio bucanero, con el que fraguar algo así como una figura paterna a través de un hombre de hogar ajado, alcohol en vena y disciplinado amansamiento de palomas. Es así como focalizamos el mundo, a través de la mirada de dos jóvenes que interactúan con ese pequeño y recóndito espacio en el que están predestinados a crecer.
Razzak enfoca la cámara sobre ellos dos y nos permite seguir el mundo más allá de su terreno siempre que ellos queden cerca. Los adultos son los que rompen la química del descubrimiento, cuando a través de sus acciones nos muestran sus problemáticas, ajenas a lo idílico y aún así propias de un día cualquiera. Matar cangrejos no sucumbe a un recuerdo preciosista de la infancia, es más, tiene un aspecto un tanto canalla, donde no dulcificar la forma en que se comportan sus protagonistas. Para ello aprovecha la falta de experiencia de estos jóvenes frente a la cámara, donde su naturaleza aflora como si no existiese interpretación alguna, con la imperfección de quien juega más que sentencia, con el brillo todavía sin domesticar. Icónica resulta una escena en la que ambos pelean haciendo que el niño grite desesperado y su hermana no pueda evitar reírse al intentar calmarlo, mientras se insultan con inquina.
Pero no es simplemente la energía de una ‹coming of age› lo que aquí encontramos. La película tiene ese deje territorial que nos muestra el otro lado, el habitante de un lugar vacacional para muchos, el que los “godos” mancillan con su presencia, el que sale brevemente en las noticias porque acudirá una estrella internacional, el que sobrevive con su aeropuerto, sus mastodónticos hoteles y las propinas del que quiere una foto para el recuerdo, con la consecuencia futurible de no recordar al fotógrafo. Tiene esa intensa personalidad que se muestra al hablar de lo conocido, filtrando los efectos en la población a través de la situación de la abuela, o los acompañantes perecederos de su madre, en esta especie de matriarcado donde todo parece sustentarse gracias al apoyo de la que ayer era una niña. Razzak lo teje de un modo imperfecto, de mentiras piadosas y verdades envenenadas, con la confianza de salir adelante en un lugar preciosista y limitado.
Este es el retrato de Matar cangrejos, el que mira atrás y bebe de las similitudes con la infancia sin importar si está a un lado u otro del charco, confirmando ese bagaje colectivo que nos hace conectar con un relato sencillo, algo deslavazado en ocasiones, pero que tiene claro su espíritu. Uno pasajero, de veranos que parecen no tener importancia y que con los años necesitamos revivir en nuestras mentes.
Muy interesante la película y tu aproximación.Más allá de las temáticas está la reivindicación de los márgenes estatales, que en contadas ocasiones tienen su espacio realista en el Cine.Es una vuelta a sus orígenes, desde aquel docu del «paradíso’ tan particular de 2013.Gracias.