El cine como punta de presente y capa de pasado
«La escena que se representaba en el matadero era para ser vista, no para ser escrita». Con esta máxima del escritor y poeta Esteban Echeverría se inicia Matadero, la última película del cineasta argentino Santiago Fillol. Poco después, una voz femenina enuncia que uno nunca sabe lo que filma, hasta que lo ve en grande. En pantalla, se observan dos manos juntas de un hombre entrado en años, acomodado en la parte trasera de un automóvil. Este es el preámbulo de la cinta, que se sirve de una sutil metáfora —con un título muy inequívoco— sobre los crímenes políticos que han azotado Argentina a lo largo de sus últimas centurias. El matadero es el estado, quienes entran en él forzosamente, el pueblo. Al contrario de lo que pueda pensarse, Matadero no se desenvuelve como denuncia contra el maltrato animal en las granjas, ya que su lectura temática se orienta hacia otro derrotero, más afín a la memoria histórica y a la superposición de tiempos distintos.
El relato toma lugar en Buenos Aires en 1974, época del Tercer peronismo, que comprendió el avance de los militares hacia el poder y la virulenta y ponzoñosa persecución de la izquierda. En ese contexto, un cineasta argentino, trasunto del propio Fillol, se asienta en la Pampa para rodar la película Matadero, partiendo de un cuento homónimo de Echeverría de 1871, pero enfocada en la lucha de clases; más concretamente en una coalición de trabajadores asesinada impunemente por sus capataces. Los actores del rodaje, que se ambienta en el siglo XIX, están a punto de iniciarse en la militancia clandestina, en vista de las circunstancias.
La narración está articulada a través del testimonio de una de las ayudantes de dirección en el set, mientras se despliega una suerte de metaficción que le sirve a Fillol para trasladar al presente las contradicciones y las abyecciones del pasado. A la postre, logra establecer un puente de comunicaciones entre períodos distintos que a su vez son simiente de una fricción entre lo real y lo ficcionado, entre lo visible y lo que permanece en fuera de campo: en el sentido cinematográfico e histórico. El director, usual coguionista del cineasta Oliver Laxe (Mimosas, O que arde) y director junto a Lucas Vermal del documental Ich bin Enric Marco, busca su mirada a través de una puesta en escena de una suave austeridad, muy pulida y tersa en cada plano que la sustenta. La conciencia del encuadre es uno de los muchos recursos que emplea la fotografía de Matadero, encabezada por Mauro Herce. Es sin duda un film que confía en las imágenes y en el propio visor de la cámara como vehículos de conciliación con lo que nos ha precedido. De hecho, el fantasma de John Ford, epítome del clasicismo y el pos-clasicismo en el cine, tiñe buena parte de los escenarios por los que discurre la acción, en tanto que el género del western le sirvió al realizador norteamericano como redescubrimiento de una tierra baldía y desértica. Fillol, a su modo, también arroja luz sobre algunas discusiones que han fustigado la tierra de donde proviene, mancillada por el adoctrinamiento de su gobernanza. Edifica una parábola política totalmente desprovista de la acritud de los fariseos o las licencias de los demagogos. Es sabia pero nunca fatua, serena pero jamás alicaída, con instantes de fuerza dramática que contrarrestan otros que despuntan más por su artesanía visual.
Desde una vertiente técnica y también simbólica, Matadero es un grito susurrante en defensa de la pantalla de cine, el lugar embrionario del séptimo arte y su útero materno. Fillol, junto a los guionistas Edgardo Dobry y Lucas Vermal, encuentra la distancia crítica propicia desde la que conjeturar y a los intérpretes idóneos para dar cuerpo a su discurso.