Hace días escribí sobre la capacidad de A tiempo completo por atraer la atención hacia los sucesos que la conforman. Me referí a la agilidad de su montaje, a su rapidez introduciendo conflictos, al nerviosismo que generaba en ella la aparición continua de nuevos escenarios. El magnetismo de Mass es radicalmente distinto a todo ello, si bien el resultado es incluso más efectivo. En la película de Gravel, el fondo nacía de la sucesión de los hechos: la tensión era el resultado de un interminable cúmulo de conflictos y situaciones desbocadas. En la película de Fran Kranz pasa exactamente lo contrario. Aquí es el fondo lo que condiciona lo que vemos; o más bien es aquello que no vemos lo que genera el magnetismo. Por ejemplo, la delicada presentación del espacio dónde transcurrirá toda la acción nos da una importante pista situacional. Como también nos la dan los cuidadosos modales con que se relacionan los personajes y su tensa expresión cuando evitan mencionar, mientras hablan, aquello que todos saben (excepto nosotros).
Estas pequeñas pistas contribuyen a construir una especie de calma tensa, de modo que, si en la película francesa teníamos una montaña rusa de sucesos cuya velocidad nos impedía la mínima distracción, aquí tenemos un trabajo cuya atracción principal es una inquietante tranquilidad. Ya no se trata de un suceso de conflictos que nos obligan a pegar la vista a la pantalla, sino de algo sensorial, una especie de emoción casi hipnótica que nos traslada al escenario sin exigirnos ningún esfuerzo. Una contención que contrasta, por otro lado, con el altísimo nivel emocional que la película alcanzará en sus puntos culminantes. Y es que, a decir verdad, me cuesta trabajo recordar títulos recientes con un grado de exigencia semejante hacia los actores: la escala de emociones por las que pasan es inmensa, todo un abanico de matices que transitan entre la contención y la explosión (reforzados, por si fuera poco, por la diversidad de caracteres que encontramos entre los personajes —secundarios incluidos—).
Pero no es mérito exclusivo de los personajes (o de los actores): las formas de Fran Kranz tienen buena parte de la culpa. En primer lugar, está su delicada planificación, respetuosa con el espacio vital de los protagonistas y cuidadosa con la orientación del espectador. En segundo lugar, tenemos la grácil eficacia con que sortea la apariencia teatral de su trabajo (la película transcurre casi íntegramente en un sólo escenario): Kranz tiene pensada una solución cinematográfica para cada acto, de modo que la transición entre el primero y el segundo estará marcada por el paso de cámara fija a cámara en mano, mientras que en el tercero tendrá lugar un cambio de escala de planos (este último está filmado en scope). E incluso después de eso, Kranz tiene reservado un pequeño caramelito: el desenlace acontecerá en un nuevo espacio (claramente simbólico) en el que los personajes todavía no habían estado. Será un momento que emanará ternura, un descanso para el espectador que conmoverá sin incomodar.
Si me he referido a la película de Eric Gravel es porque me parece llamativo que dos películas como A tiempo completo y Mass, tan distintas formalmente, compartan la particularidad de haberme trasladado a sus respectivos escenarios con una eficacia tan inusual (y casi en el mismo grado). Y también porque me resultan interesantes ciertos contrastes que se dan entre ambas: la película que aparenta más sencillez acaba resultando la más compleja, del mismo modo que la más emotiva es la que luce, formalmente, menos virtuosismo.