Un cuerpo se marchita.
Resulta difícil embarcarse en un drama de la naturaleza de Más que nunca —la nueva película de la directora Emily Atef, sobre una mujer, Hélène (Vicky Krieps), a quien le diagnostican una enfermedad rara en el pulmón— sin caer en la sobrecarga emocional. De esta manera, aunque el acercamiento por parte de Atef al dolor y sufrimiento de Hélène se produce con especial sensibilidad, procurando ofrecer una reflexión entorno a los sentimientos que acompañan el ocaso de una vida, la cineasta alemana termina apoyando el peso dramático de su historia en unas imágenes un tanto pobres, insuficientes para penetrar verdaderamente en la densidad de los temas abordados.
En Más que nunca, Emily Atef pretende atribuir un dramatismo excesivo a través de la elevación de varios de los elementos que componen su filme —abuso de la música, interpretaciones desmesuradas y diálogos redundantes—. Sin embargo, sus imágenes adquieren un grado de emoción real cuando se despojan de tales pretensiones dramáticas y divisan la muerte como un proceso de marchitamiento físico y mental. Así, la cinta resulta interesante cuando mira directamente a la muerte, sin florituras ni conflictos narrativos, la muerte en sí misma, golpeando a una Vicky Krieps entregada plenamente a su personaje que nos deja con momentos acongojantes, véase la desgarradora escena en la que Hélène pierde el aire haciendo el amor.
De hecho, Krieps es quien sostiene la cinta a lo largo de unas dos horas que, en su tramo final, pueden sentirse algo pesadas. En sus últimos minutos, Más que nunca muestra su principal problemática y la construcción de una mirada humanista alrededor del desvanecimiento de un cuerpo queda alterada —y, en última instancia, liquidada— por la irrupción desmesurada de la palabra. El conflicto que surge entre Hélène y su pareja, Matthieu (Gaspard Ulliel), a través de discusiones algo forzadas y toscas, sumado al carácter unidimensional del personaje, termina soterrando la emoción erigida en secuencias como la citada anteriormente, la cual encuentra una preciosa continuación más adelante, cuando vuelve a ser el silencio y la poética del gesto actoral aquello que compone la imagen.
En conclusión, la directora de 3 días en Quiberón acumula un conjunto de decisiones formales demasiado desiguales entre sí, esperando hallar un encaje que unifique un relato muy irregular. Al fin y al cabo, aunque nos encontramos, una vez más, ante un filme que es víctima de las tendencias y las caminos formales que invaden el cine de autor europeo contemporáneo, por momentos, Más que nunca parece trazar un estilo en busca de una mirada personal y sincera que se acerque al fin de una vida sin ornamentos, pero con emoción.
MÁS QUE NUNCA
Aunque el título más acerca al sensacionalismo circense, es el nombre de su realizadora -“Algún día nos lo contaremos todo”- el que nos invita a ver su doblete en pantallas del mismo edificio. El resultado de la muestra es una factura técnica muy loable. Del viento brisa que mecía las mieses de la Alemania reunificada pasamos al agua acariciadora del oleaje en los fiordos noruegos. Tal vez lo que el mensaje dice que, a las claras, para un bien morir huye de las confortables capitales y acércate a lo que parecen lugares idóneos durante los cuatro días que vas a estar esperando, si se ha escrito ya tu destino, la llegada de las Moiras. Una Hélèna de 30 años bien puesta, bien presentada, enamorada, feliz, es diagnosticada con una fibrosis pulmonar idiopática (los tejidos pulmonares se solidifican y sin su elasticidad natural no funcionan).
Su marido apunta seguir los apuntes médicos de medicarse para un trasplante sin garantías que, incluso, puede plantear un rechazo para una segunda tentativa. Ella parece orientarse a una muerte con la naturaleza de compañera única. Y por las redes sociales contacta a Noruega con un extraño que también espera a las Moiras y se va a Noruega. Muchas preguntas directas e indirectas del espectador al relato. El marido la busca; se siente engañado, arrinconado, rechazado en su ayuda y apoyo…
En la historia contada, sólo el sexo se muestra como lazo que une in extremis las promesas y juramentos pasados. ¿Trasplante o despido final? Decisiones en el límite. ¿Sirven los postulados morales de la cotidianidad? ¿Se distinguen distintos prismas personales según el grado de ansiedad?
¿Cómo hay que aceptar la muerte? Para qué se vive la vida? ¿Quién lo ha dicho y qué a dicho a quien? Película profunda pero ligera. Y no es un contrasentido. Es que no aporta soluciones sobre qué moral aplicar. ¿Se ve la mano del movimiento “M Too”? Ya en 1973 se estrenó “Cuando el destino nos alcance” de Richard Fleischer presentando una forma de morir voluntaria y placentera en un personaje interpetado por Edward G. Robinson. En ésta, las excesivas concesiones de guion oscurecen la dignidad y la voluntad humana ante la cercanía de la muerte. Se queda en curiosidad, no mueve a reflexión.
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