Hiromasa Yonebayashi centra su atención en el momento preciso de la infancia en el que uno concibe la genealogía familiar como misterio, desplegando a partir de ello una sucesión de capas de causalidades cada vez más entripadas y que ya no encontrará fin hasta que la sociedad pudra la imaginación para transformarla en odio o indiferencia. Es así como el realizador de Japón nos introduce en la vida de Mary, típica pringada torpe y de pelo rojo que probablemente acabará estudiando Filosofía o Mates puras. Una vida que se encuentra en esa fase de preadolescencia en la que la soledad aburre pero en la que dejar de lado la aceptación y el manejo de dicha soledad condena a uno al fracaso. Mary se queja entonces, mientras deambula por ahí, de no tener amigas con las que jugar porque ha tenido que volver a casa antes de tiempo y a Mary la dejan que pasee por los alrededores para que no dé demasiado la chapa en casa. En la exploración de esta experiencia llevada al límite (reflejada en la imagen de Mary persiguiendo gatos negros por curiosidad y ganas de pasar el rato), será cuando Yonebayashi deje atrás ese espacio cotidiano y rural para dar el salto a un mundo que, manteniendo siempre esa duda de si se trata de una vivencia real o por el contrario un delirio de la niña, está caracterizado por la negación de las leyes naturales, la magia y la existencia de brujas y personajes muy locos.
El elemento que se utiliza para dar este salto es la existencia de unas flores azules ocultas que permiten a Mary realizar el viaje. Si tenemos en cuenta el rasgo pictórico de la imagen que sintetiza sueño y naturaleza, así como el proceso de autoconocimiento (su pasado familiar, sus potencialidades…) al que conducen las flores, la referencia a la flor azul de Novalis, aunque forzada desde el punto de vista del que interpreta, se hace presente. El caso es que este cruce de mundos, a pesar de ganar dinamismo y de forzar una mayor fuerza sonora y visual, no conlleva un zarandeo que lleve por senderos turbios el minimalismo narrativo que se aprecia desde el inicio. Más bien lo que tenemos es un tránsito de la protagonista por una serie de lugares comunes como la escuela de magia, la rivalidad contra el tándem científico loco y mala vieja gorda maternal y la historia de amor que parte desde el odio.
Hiromasa Yonebayashi nos ofrece, por lo tanto, una historia que resalta la adolescencia en tanto que juega entre la inmersión y la curiosidad. Todo ello plasmado, además, desde el punto de vista de un personaje caracterizado por una actitud no corrompida todavía por ideales prefabricados de felicidad o por ideas inmóviles, sino más bien sujeta al azar y a la respuesta al acontecimiento sin juzgarlo. Mary y la flor de la bruja se suma así a esas producciones que ponen el acento en la infancia como único momento de paz donde la soledad es virtud y en el que la búsqueda por el placer del buscar no está tan mal visto. Con todo ello, el tercer largometraje del director japonés, que ahora produce Studio Ponoc, se vuelve oportuno para todo aquel niño que esté a tiempo de salvarse como para todo aquel adulto que quiera escapar de su vida de mierda por algo más de una hora y media de tiempo.