Unas manos robustas, una sensibilidad experta y un campo infinito donde repetir una y otra vez los mismos pasos. Séraphine de Senlis nace estrella y dinamita la oscuridad que el destino le tiene preparada.
Martin Provost ha mostrado siempre una clara predilección por las mujeres. Sus personajes femeninos son complejos y completos, analizando al detalle sus neuras para convencernos de una poliédrica mirada sobre su intimidad. Ahora se interesa por una historia real, algo que ha hecho entre idas y venidas con anterioridad, pues no es Bonnard, el pintor y su musa su primera aproximación al arte, antes se fijó en uno de esos personajes pequeños y prácticamente desconocidos y a la vez fascinantemente ricos para desarrollar su historia.
Nos plantamos así frente a Séraphine, una película de encanto innato, de la que no podemos saber si nos maravilla el personaje, su desarrollo o la actriz elegida para la ocasión. Yolande Moreau crea un personaje idílico para su genialidad, en otra película donde se aprovecha la peculiaridad de su protagonista por encima de su creatividad.
Porque Séraphine no era una artista al uso, y sus inquietudes bien dan para un potencial drama. La mirada lejana de la cámara de Provost en sus primeros minutos, enmarcando a su protagonista en un entorno floral lleno de colores vivos es indispensable para comprenderla. Ella se muestra distante con aquellos que la rodean a modo de supervivencia y a su vez es implacable a la hora de darle vida al color, de un modo distinto al que otros han conseguido con la pintura. Son sus manos gruesas, llenas de callos como recuerdo de las largas jornadas de trabajo limpiando para los adinerados de la zona, las que contrastan con aquello que pinta, naturaleza viva, inventada y susurrada por los ángeles, un deleite exclusivo para los ojos del que será su mecenas.
Aunque ya de por sí el personaje de Séraphine y su evolución en tiempos de guerra podría rellenar largos silencios de creatividad exclusiva, Provost tiene la necesidad de mostrar la otra cara, la del descubridor de talentos, para enmarcar uno de esos movimientos pictóricos minoritarios. Con la presencia del marchante de arte Wilhelm Uhde, del que Provost nos permite crearnos una imagen de su figura a contracorriente de lo marcado como normal en sociedad para la época, da pie a Séraphine a crecer como artista y al mismo tiempo a perder su mente entre aires de grandeza. Con el icónico cuadro de Henri Rousseau, se desarrolla un momento en el que el crítico de arte define a lo que se conoce como arte naíf como «primitivos modernos», donde en un futuro destacaría esas inmensas imágenes que procesaba Séraphine.
Quizá sea también excesivamente inocente el retrato de Martin Provost frente a un personaje tan complejo de quien se han perdido tantos detalles a lo largo de los años, pero Séraphine reinventa la relación de la artista con el mundo, y también el momento en el que el mundo le dio la espalda por ser una pieza difícil de encajar. Esto implica resaltar su relación con la religión, sus ansias de una fama prometida pero imposible de alcanzar y su descenso a la locura, que conviven con su creación de colores impactantes mezclando materiales extraídos de la naturaleza con la pintura más común del mercado. Provost mima a una mujer con un ritmo diferente y un destino tópico para aquellos representantes del arte que no fueron apreciados en vida, donde resulta más inspiradora la reproducción de sus pinturas que cualquier intento de dramatizar su vida, quizá por el contraste entre la belleza de estas y el tormento de su mente.
Una oportunidad para conocer también a Provost y los personajes que se desarrollan a los márgenes de la realidad, sin oscuridad, sin grandes trampas, solo por el placer de dar a conocer la singularidad del mundo.