Rose Mayer es una mujer reservada que vive en el campo junto a su marido, subsistiendo gracias a lo que provee su granja y los animales que en ella habitan, y comerciando con esos productos. Un contexto aparentemente normal si no fuese por un detalle: su cónyuge, con el que lleva conviviendo muchos años, la maltrata día tras día, sin aparente motivo. Un marco, el de esa violencia repentina, que Martin Provost fija a partir de una secuencia inicial sin aparente relación con lo que vendrá a continuación —más allá de funcionar como desencadenante—, pero en realidad con mucho más contenido de lo evidente aunque nos encontremos ante una situación casual, accidental.
Martin Provost, que se ha caracterizado a lo largo de su carrera por explorar el universo femenino, tanto centrándose en figuras históricas como la pintora gala Séraphine de Senlis —a la que daba vida Yolande Moreau en Séraphine— o la escritora Violette Leduc —interpretada por Emmanuelle Devos en Violette—, como partiendo de relatos completamente ficticios —como en su último film, Dos mujeres, o en Où va la nuit, cinta que nos ocupa, basado en una novela de Keith Ridgway—, nos traslada en su cuarto largometraje al periplo emprendido por Rose —en manos, de nuevo, de una Moreau que colaboraba por segunda vez con el cineasta—, quien después de atropellar a su marido, se irá a vivir con su hijo Thomas. Será en esa situación donde se desentrañará un pasado hasta ahora desconocido para el espectador, que implicará tanto la huida de Thomas ante la actitud de su padre, como la pérdida de un hijo anterior e incluso lo que terminaría desatando la relación de Rose con su marido.
Así, Provost revela un personaje que parece perdido, no por el nuevo entorno al que se verá expuesta, incluyendo las calles de esa ciudad que distan tanto de las del pueblo donde vivía, ni por escenarios como los de esas salidas nocturnas de Thomas, sino por la presencia de un pasado al que su hijo no parece querer volver —al no comprender cómo no tomó el mismo camino que él, cuando abandonó a su progenitor—, y por la sombra todavía presente de la figura de su marido, cuyo influjo no ha dejado de lado, hecho que influye en el vínculo con su hijo. Todo ello, además de por los propios caminos que toma el relato, es reforzado mediante los distintos espacios que recorre Rose, donde cohabita con un aislamiento que todas esas experiencias que dejó atrás refuerzan, y que ella evita en la medida que puede —como en esa conversación en el pub nocturno con uno de los amigos de Thomas—. Algo que también expresa en un cromatismo no siempre presente en intencionalidad, pero dispuesto precisamente en dos secuencias —en las que, no de forma casual, Rose se enfrenta al mismo personaje— que abordan la decisión de la protagonista y su particular secreto, retratando ambientes embebidos de un particular onirismo que precisamente reflejan esa huida, el querer dejar atrás toda conexión con el infierno vivido.
Lo que, no obstante, es más interesante del trayecto propuesto en Où va la nuit, es el nexo desarrollado entre Thomas y Rose. Y es que Provost asocia —como ya sucedía en Dos mujeres— personajes que han afrontado un mismo percance, y es a través de la confrontación entre ambos como termina hallando una extraña concomitancia, pues por más que Thomas quiera cerrar de una vez por todas un episodio marcado a fuego en su periplo, y Rose pretenda huir definitivamente de él, la búsqueda de una suerte de redención mutua —aunque en distintas vías— marca las sendas de un cine que se encuentra principalmente en la sensibilidad desarrollada por su autor, y aunque en Où va la nuit quede en un estrato más superficial, sin duda sirve para explorar un estilo fraguado más por la identidad que por la asunción de un tema (esa mirada en femenino) que no deja de ser sugerente, pero no es sino una parte del todo.
Larga vida a la nueva carne.