Sin duda si hay una geografía que esté experimentando con el fondo y la forma del lenguaje cinematográfico esa es la rumana. Lo que se conoce como el Nuevo Cine Rumano (término que nada tiene de nuevo puesto que ya van más de diez años desde que lo escuché por primera vez) se eleva como el movimiento vanguardista más importante desde el punto de vista narrativo de lo que llevamos de siglo XXI. Y es que nombres tan referenciales como Cristian Mungiu, Cristi Puiu, Corneliu Porumboiu, Radu Jude o Radu Muntean (llama la atención la coincidencia de nombres que ostentan estos cineastas) forman parte ya de la historia del séptimo arte europeo más transgresor y alternativo por méritos propios.
En este sentido, la escuela no se ha quedado coja de nuevos alumnos que ambicionan tanto continuar con la senda abierta por estos maestros ya consagrados como rasgar la superficie de los mandatos principales del dogma rumano con objeto de descubrir nuevas vías que desean entremezclar realidad y ficción de un modo sorprendente e hipnótico. Uno de esos alumnos es Cristi Iftime (colaborador habitual de Porumboiu), quien en 2017 debutó en el largometraje con esta Marita, una película en la que se reconocen fácilmente algunas de las muescas propias de sus orígenes territoriales, pero que igualmente arriesga en afrontar un debut con un método que huye de lo comercial para enfangarse en terrenos pantanosos y ciertamente ásperos y por ello no aptos para cualquier espectador.
Ya desde su arranque la puesta en escena se observa radical, quizás para ahuyentar a ese público que acude a las salas de cine en busca de diversión y entretenimiento. Así, observaremos a una pareja discutir por un asunto tan baladí como es con que familia (la de él o la de ella) celebrar la cena de Navidad. Todo moldeado mediante un plano fijo en el que la cámara no se moverá ni un dedo de su posición inicial, describiendo el lugar a través del estrecho hueco de la puerta de la habitación que alberga a los dos contendientes, posibilitando así que seamos testigos de los devaneos de una pareja que parece rota en su frágil unión. Un vínculo que se antoja claustrofóbico y angosto como la secuencia retratada por la salvaje cámara de Iftime.
A continuación conoceremos que el hombre se llama Costi (Alexandru Potocean), un treinteañero atormentado por un pasado en el que su padre tuvo mucha culpa de sus quiebras y problemas actuales. De este modo, Costi abandonará a su mujer para acudir a su inesperada velada junto a su padre Sandu (interpretado por ese rostro tan presente en el Nuevo Cine Rumano como es Adrian Titieni quien ejecuta un papel soberbio pleno de matices dentro de su siempre calmada sombra). Padre e hijo se embarcarán en un viejo coche, al que el patriarca apoda cariñosamente como Marita, con dirección a la residencia familiar con objeto de festejar la tradicional cena de Navidad. Durante el viaje escucharemos las conversaciones del dúo , palabras que se asomarán tan entrañables como amargas, tan nostálgicas como revestidas de reproches mutuos, desempolvando de este modo un pasado turbulento y amargo que revela a la familia como una prisión que castiga a aquellas almas cándidas que no supieron escaparse de su estado de opresión a tiempo para madurar.
Esto es Marita, una película que huye de todo fuego de artificio, eligiendo por contra el naturalismo y la improvisación como método de desarrollo cinematográfico. En este sentido, la película se configurará a través de una serie de planos secuencia construidos sobre una gama de tomas fijas en las que el movimiento de cámara brillará por su ausencia. Serán pues las conversaciones desatadas entre los actores encapsulados en esos planos fijos dentro y fuera del carro (espléndido será el recurso de optar por combinar planos tomados desde el frontal del coche cuando los diálogos se muestran más frescos y distendidos y desde el maletero del vehículo cuando las pláticas se antojan más oscuras sobre todo cuando éstas discurren sobre situaciones del pasado mujeriego y alcoholizado de Sandu del cual no renegará en ningún momento, no mostrando por tanto síntomas de arrepentimiento) los cimientos sobre los que descansará un armatoste duro y seco, de digestión pesada por tanto, pero también lúcido y valiente que merece sin dudas un apasionado aplauso merced a su osadía.
Gracias a una puesta en escena planificada hasta el milímetro, esa aparente rigidez tejida sobre una estructura cinematográfica trazada por Iftime a partir de unos draconianos e inquebrantables planos secuencia logrará desprender cierta sensación de vida y movimiento en virtud de los gestos, diálogos y situaciones experimentadas por unos personajes que sin salir de su cápsula conquistarán cada palmo del terreno logrando dar respiro a la claustrofobia latente. Y es que Marita se alza como una ‹road movie› atípica y sorprendente que como la Sieranevada de Cristi Puiu eleva su experimento narrativo hacia cotas siempre virtuosas y provocativas.
Puede que a muchos espectadores una propuesta como Marita les resulte altamente indigesta y aburrida. Pero también es muy probable que a otros muchos les sugiera un viaje hacia lo desconocido y por tanto cautivador. No cabe duda que Marita transgrede los límites del clasicismo con un enfoque muy arrebatador que toca temas tan trascendentes como el paso del tiempo a través del movimiento hacia adelante de un auto que encierra en su habitáculo a dos perfectos desconocidos que pretenden despojarse de sus fobias y repulsiones recíprocas; también el lastre que supone el nido familiar para el ejercicio de la libertad plena; igualmente el endeble músculo que sujeta las relaciones padre-hijo en el mundo contemporáneo; y finalmente la muerte como fin último que da sentido a la vida, siendo toda esta temática hilvanada con un fino y negro sentido del humor que inyecta una cierta levedad sobre un edificio que se sostiene gracias a sus sólidos fundamentos.
Todo modo de amor al cine.