Iba a empezar contando la primera escena de Marisa en los bosques y recordé una conversación con uno de los Pablos que por aquí habitan, no hace tanto, donde nos reíamos de esa moda pasajera de comenzar a hablar de una película a partir de lo que hemos visto. Narrar la escena, con nuestras palabras, una escena que nos ha llamado la atención y que hemos manipulado en nuestra mente. Creemos estar describiendo el hecho, pero en el fondo sabemos que estamos aportando algo de nosotros en la descripción. Nos reíamos pero los dos sabemos que más de una vez hemos utilizado ese recurso, ese que he estado a punto de repetir ahora mismo. Los errores se repiten para aprender a sobrevivir junto a ellos.
Pasan los años y las películas, y las similitudes aparecen con el personaje más inesperado. En esta ocasión es Marisa la que refleja su día a día con el nuestro como si nos miráramos a través de un charco, que como mucho pisaremos para dejar las comparaciones tranquilas. Marisa es dramaturga, pero más allá de la teatralidad de sus actos, es algo que olvidaremos pronto, porque son sus relaciones ancladas en el instante lo que nos va a atraer de ella. Marisa y sus amigos. Marisa y sus ausencias.
Sin un éxito específico, sin un camino concreto que seguir descubrimos a Marisa, en mitad de sus treinta, haciendo una pausa en su vida para mirar en la de los demás, hacer ese acto altruista de entregarse a otros por encima de dominar lo propio, que también es el acto egoísta de centrarse en otros problemas antes de solucionar los que nos afectan. Ella habla o recita, y son los encuentros con amigos y conocidos, al más puro estilo indie americano, con largas conversaciones sobre nada concreto, con la frescura de lo espontáneo y un ligero humor que asoma con timidez, como conocemos a una generación y la imperfección de la misma. Son reencuentros con personajes de la juventud, los que ha mantenido y los que habían desaparecido por el camino, que llevan a Marisa a vivir en un corto periodo de tiempo todo un abismo de emociones.
La cámara siempre está pegada a la protagonista para no perderse ninguna de sus reacciones. Algunas de ellas líricas y otras naturales, lo cierto es que lo suyo es un homenaje al teatro y sus actrices, un defecto de formación (tanto de la protagonista como del director) que se alimenta de la amistad, el amor y la comprensión de la pérdida, todo mezclado para detallar un día alargado y una noche imperfecta que parece durar mil años, para congraciarse con lo idílico y tenebroso de la soledad por las calles de Madrid. Cambios de vestuario, conversaciones elevadas y oníricos tropiezos dan forma a esta función vital que parece descifrar Marisa en los bosques para deslizar cercanía y poder acomodar al espectador. Eso sí, las camisas eran todas horrorosas.
Es significativo ese pedazo de Lirios rotos, el clásico mudo de Griffith que ve Marisa en el ordenador, descrito para la amiga sumida en sus tristezas. Lo vemos mientras ella lo describe y comete esa torpeza tan nuestra de incluir sus percepciones a la explicación. Puede que, en el fondo, nos guste repetir errores a todos.
Que bonito que el cine indie español siga aguantando con más pasión que medios. Es la ópera prima más estimulante que he visto en nuestro país en un lustro. Frente a sus esperadas (pero es que hasta gustan) imperfecciones, no se la puede mirar con otros ojos que no sean los de la admiración y el cariño de la gente que cree en el cine de verdad. Es una película que me transmite sensaciones muy extrañas pero muy emocionantes a la vez. Una sencillez que revuelve por dentro. Para mi es ya una película de culto.