Los años setenta fueron rupturistas, volcados a un cine adulto que bajó en su orientación a un público más joven durante los ochenta, por la estrategia lógica de una generación creciente infantil, con motivo de la explosión demográfica en las dos décadas previas. A ese público fueron dirigidas las renovadas películas de aventuras con protagonistas masculinos, ya fueran soldados rebeldes, arqueólogos, justicieros o parejas de policías. También proliferaban los niños o adolescentes en intrigas temporales de ciencia ficción, amigos extraterrestres y otros misterios. Tal vez en los años noventa se pretendía mantener a ese público adolescente que iba creciendo desde las comedias petardas ya fueran campamentos con los albóndigas o institutos llenos de alumnos calenturientos. El mejor invento —que se prolongó a partir del segundo lustro de los ochenta— fue la comedia romántica. Al echar un vistazo a la taquilla del final del siglo veinte, se ve que Meg Ryan, Julia Roberts, Hugh Grant y Tom Hanks reinaron sin problemas en distintas variaciones de la chica que conoce a un chico y viceversa. O amigos se hacen amantes. O similares. Puede que aquel público quinceañero de diez años antes estuviera creciendo, enamorándose y formando familias. Es una razón tan estúpida o válida como cualquier otra que sirva para justificar el largo reinado de tal variedad cómica edulcorada. Esas películas producidas en Estados Unidos y Gran Bretaña arrasaron tanto allí como en sus estrenos a nivel mundial. En España tampoco nos libramos de producirlas ni verlas en salas.
El primer film dirigido en solitario por la catalana María Ripoll es un ejemplo de la comedia romántica servida por un guión competente de Rafa Russo que acoge las distintas variaciones del subgénero. Los protagonistas apasionados, inseguros, enamoradizos o simplemente simpáticos, en general. Las amistades que les roban ese protagonismo con sus réplicas divertidas, consejos catastróficos y personalidades inmaduras. La falta de problemas económicos aunque los trabajos de los personajes sean precarios, autónomos o bohemios. Un entorno de tonos cálidos, escenarios cosmopolitas, multiculturales, abiertos y coloridos. El paraíso en Londres, dicho en pocas palabras. Incluso la lluvia es más reconfortante que molesta para estos corazones cambiantes. En este contexto se desenvuelven las relaciones de Víctor, un actor de teatro que no encuentra su lugar en la cumbre pero sí como amante, en la cama de alguna compañera de tablas. Cuando es consciente de la boda de su antigua novia Sylvia —una psicóloga— intenta desesperadamente recuperarla. Por avatares del destino y unos hados tan literarios como literales, ve la oportunidad de cambiar sus errores y que Sylvia —encarnada por Lena Headey— no conozca al seductor Dave, un Mark Strong ya en alopecia plena por entonces. A ellos se suma Penélope Cruz en otro papel importante, de nombre Luisa y apodo británico, Louise.
Esta coproducción internacional, aunque de porcentaje mayoritario español, es una muestra de cómo hacer una obra digna con un guión inteligente, a pesar de los tópicos que se acumulan en su estructura. Más la dirección de una profesional bastante olvidada por la prensa o estudiosos sobre el cine. Me añado como culpable a la lista porque es la primera película que veo de María Ripoll, realizadora que siempre trabaja con guiones ajenos salvo en el caso del documental Cromosoma cinco —codirigido por Lisa Pram—; o en el segmento sobre el oído del film colectivo El dominio de los sentidos. Gracias a esa entrega como narradora audiovisual, la presentación, desarrollo y conflictos de Lluvia en los zapatos se suceden con un ritmo dinámico, regidos por el tempo que requieren las conversaciones de los protagonistas y sus compañeros de peripecias. Apoyando el estilo visual en zooms lentos que remarcan la intimidad y acercamiento sincero en los coloquios de la pareja. Usando el plano y contraplano veloz pero nítido, incluso con el uso de enfoques y desenfoques sin profundidad de campo. Empleando lo justo otros efectos como el ralentizado, alguna grúa ocasional en escenas de multitud. Sin ceder a la tentación del videoclip o la fotografía publicitaria para embellecer el decorado, pero sin llegar a la hiperrealidad o el feísmo. Con aciertos como la fulgurante panorámica circular que marca el paso de la realidad a cierto ambiente fantástico.
Los elementos más previsibles o comunes de las comedias románticas, aparecen desde el principio en esta Lluvia en los zapatos. La gracia está en la manera de utilizarlos por parte del guionista y la directora, sin buscar las soluciones más fáciles, manejando el humor directo y efectivo de las situaciones o diálogos. Aprovechando los defectos de personalidad de los personajes para que sean más simpáticos por su debilidad o humanidad. Consiguiendo un final feliz por muy infeliz que parezca, visto desde una perspectiva objetiva. Y aunque parezca mentira, sin que nadie utilice un teléfono móvil en todo el metraje, y eso que ya eran finales de los noventa, pero vista la obsolescencia programada de tales dispositivos o su aspecto vetusto, mejor ni sacarlos del bolsillo.