Viendo en los títulos de crédito de Margaret nombres como los de Sydney Pollack o Anthony Minghella, y si uno ha permanecido ajeno (a modo de espectador, se entiende) a todo su fatigoso proceso de post-producción, imaginará que quizá tras ella algo no ha funcionado debidamente puesto que ambos cineastas (en esta ocasión, en el rol de productor y productor ejecutivo respectivamente) nos dejaron desgraciadamente hará poco más de tres años. Obviamente, otra deducción nos podría llevar al hecho de que Margaret llegase con un retraso poco usual incluso para España, pero no: se estrenó en Estados Unidos a finales del pasado septiembre y llega a nuestro país justo este fin de semana; una diferencia no demasiado holgada conociendo lo que sucede en muchas ocasiones con tantísimos otros estrenos de minutaje inferior. La cuestión es que en cuanto uno se sumerge en Margaret cualquier conclusión se cae por su propio peso y lo disipados que quedan algunos de los temas o subtramas que introduce, así como una desigualdad más que patente en secuencias que directamente resultan descompensadas, nos pueden llevar a interpretar que el parto de su segundo largometraje no fue fácil para Lonergan.
Pero dejemos a un lado factores externos que desgraciadamente han terminado afectando a un conjunto que podría haber resultado brillante, y en el que su director nos habla sobre la conciencia y la doble moral ateniéndose a recovecos político-sociales que se sustentan gracias a paralelismos que, más allá de quedar bien armado, posee la suficiente enjundia como para ser arrojado por Lonergan sin temor a que el espectador pueda pensar que se está sobreexplicando nada o meando fuera de tiesto por el mero hecho de terminar resultando un arma mucho más eficaz de lo que parecía; a través de ella no sólo se nos describe el pensar de una protagonista que parece tener claros sus principios, también nos introducimos en una mente que en ocasiones nos resulta quebradiza, quién sabe si por las propias dudas que afloran directamente de su conciencia o por esa temprana edad que puede ser el perfecto subterfugio para una inestabilidad que se ve reflejada tanto en sus relaciones como en sus decisiones.
A raíz de esas decisiones podríamos decir que gira gran peso de la construcción de un personaje cuyo parapeto parece estar lejos de su figura materna, y se encuentra más bien en esporádicas y volubles relaciones sexuales que podrían ser perfectamente otro recoveco en el que ahogar la incertidumbre propia, así como en personajes que aparecen y desaparecen caprichosamente más en un afán de encontrar respuestas que probablemente tiene más cerca de lo que cree, que en un devenir propio cuya fragilidad nunca llega a estar a buen resguardo. Una fragilidad por momentos implícita en esa relación donde no toda disyuntiva recae necesariamente sobre el personaje de Lisa, y en el que su madre también lleva buena parte del peso tras entablar una relación que sirve como desencadenante para hablarnos sobre la escisión de un vínculo (el que sustentan, como buenamente pueden, madre e hija) que, a la par, se ve reflejada en aquellas escenas cotidianas donde no debería trascender esa incomunicación (especialmente reveladoras son las actuaciones teatrales de Joan y ese momento íntimo en la cama, que nos habla de una soledad pocas veces reflejada así).
Internándonos con más precisión en el cine de Kenneth Lonergan, un cine que rehúye la narrativa convencional (en el sentido del caos estructural en el que se ve envuelto en ocasiones ese revoltijo de secuencias que no parecen atadas por un hilo conductor concreto) y que incluso rememora en cierto modo aquella forma de contar historias que ponía Cassavetes al servicio de sentimientos que, en algunos casos, no distan tanto de lo que nos está hablando el neoyorquino, y que saben construir con una entereza pasmosa un esqueleto sobre el que anidar todas las reflexiones y sensaciones que aparecen a raíz de una secuencia (la del atropello) que podría resultar grotesca, pero termina mostrándose como un grito angosto de pura emoción contenida arrojado con una sensibilidad poco común. Quizá su gran pero es el hecho de que ese esqueleto se vea desmontado por un montaje demasiado desigual que saca a la palestra los defectos de un cine con un discurso convencido y férreo, pero ciertamente estridente en fases donde esa sensibilidad y tacto desaparecen con más facilidad de lo esperado. De todos modos, una trama que termina convencionalizándose más por dar solución a conflictos creados que podrían adolecer de ser superficiales y su fe ciega en recursos que desestabilizan el conjunto, poco podrán hacer ante la figura de Lisa Cohen ahogándose entre la multitud en un grito desesperado que nunca terminará de saberse bien si es de frustración o de liberación.
Larga vida a la nueva carne.