Marco Bellocchio se ha convertido en el último superviviente de una de las mejores generaciones de cineastas italianos, la que emergió a principios de los años sesenta una vez erosionada la influencia del neorrealismo. Junto a Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini y Ermanno Olmi, el autor de la incontestable Las manos en los bolsillos mantiene vivo aún ese espíritu contestatario, políticamente comprometido y con bastante querencia a la provocación que bautizó a este grupo de cineastas irrepetible (si bien Olmi fue bastante independiente).
En mi opinión, la carrera de Bellocchio se caracteriza por su irregularidad, gracias a una trayectoria formada por un grupo de películas ciertamente inolvidables, pero también por otra buena cantidad de obras cuya calidad resulta también cuestionable debido a la querencia del italiano a la incitación gratuita, premiando en buena parte de sus relatos las vísceras frente a la reflexión y la auto-crítica tan necesaria en los contextos elegidos por el autor de Felices sueños.
Son precisamente las películas que dejan las entrañas resguardadas en el cajón las mejores de Bellocchio, mostrando así a un realizador muy solvente, poderoso e inteligente, perfecto conocedor de los terrenos por donde debe derivar la narración cinematográfica y poseedor de un armamento cinematográfico que no precisa de ningún tipo de condimento externo para cautivar al espectador. Puesto que Marco se destapa como un poeta de la imagen, una mente capaz de extraer todo el jugo de unos guiones empapados en atmósferas preñadas de un aura de ensoñación y pesadilla y, asimismo, un avezado compositor de melodías que suenan como los ángeles entonando un réquiem solemne y placentero.
En este sentido, El príncipe de Homburg emerge como una de las mejores obras de Marco Bellocchio precisamente por su adscripción a ese estilo narrativo ajeno a cierta vertiente panfletaria de su primer cine. Aquí, el autor de Buenos días, noche adaptó una obra del poeta romántico Heinrich von Kleist de título homónimo, de una forma muy minimalista, renunciando por ello a todo fuego de artificio capaz de contaminar la sencillez y hermosura que desprenden unas imágenes carentes de efectos especiales y sí empapadas de sentimiento, naturalidad y arte.
Y ello lo logró partiendo de un texto eminentemente romántico, el de un príncipe alemán comandante de un pelotón de caballería del ejército del Príncipe Elector que bajo la influencia del ardor de la batalla, y por el advenimiento de un instinto innato, decidirá desobedecer las órdenes de su monarca entrando en combate, antes del dictado que tenía encomendado, frente a las tropas suecas que se encontraban asediando tierras germanas. Si bien su decisión conduce a la victoria del ejército germano, el incumplimiento del mandato del Príncipe Elector provocará que Homburg sea juzgado por un tribunal militar siendo condenado a morir fusilado.
Tan solo las súplicas de su amada, la princesa Natalia, quien a elección del monarca heredero ha sido seleccionada para casarse con el príncipe sueco rival y así firmar un armisticio que dé fin a la cruenta batalla librada por ambos bandos, y de algunos de los compañeros de batallón de Homburg quienes defienden que gracias a la valerosa y proactiva acción del joven príncipe el combate cayó del lado alemán, buscarán el perdón de quien decidió tomar la iniciativa para evitar una derrota que parecía cantada. Pero el honor y la disciplina serán unos enormes pesos que amasarán el cautiverio de un hombre que osó ultrajar los mandatos absolutistas de un soberano incapaz de cuestionar sus propios decretos, aún cuando éstos hubieran llevado al desastre a sus aspiraciones.
La película fue construida como una especie de delicado sueño fantástico discurrido por la mente y los traumas del protagonista, interpretado de forma bastante lacónica y eficaz por el joven Andrea Di Stefano. Ya desde la primera secuencia se siente el influjo de la luna en la afectada mente del protagonista, quien como un sonámbulo temeroso de sus pesadillas caminará por las habitaciones y jardines del palacio que alberga a los mandos y combatientes del ejército alemán. Bellocchio potenció de este modo el sustrato romántico que envuelve el guion de la cinta, embelleciendo los fotogramas del film con un tono conscientemente irreal, repleto de brumas, nieblas y sombras chinescas. Construyendo así un teatro bufo, pero esbelto y refinado, mezclando el lenguaje de la ópera con la narrativa teatral y la cinematográfica sin ningún tipo de problemas. Sazonando los ingredientes trágicos que desprenden las palabras entonadas por el elenco que protagoniza el film con un halo eminentemente tierno y novelesco, capturando con su cámara la belleza que emana de las cosas más simples, pintando la complejidad del amor imposible, pero también mostrando una serie de conflictos enfrentados como son el honor contra el perdón, la juventud contra la libertad que supone el incumplimiento de las órdenes encomendadas, el sacrificio contra la felicidad, la cordura contra la locura o la vida contra la muerte y los significados que entraña sus sentidos más metafísicos.
La cinta se disfruta con todas sus bondades y leves defectos, de modo que sus escasos 80 minutos pasan como un suspiro. Y es que Bellocchio consiguió aunar el arte con el entretenimiento de una forma extraordinaria y muy plausible, tejiendo un espectáculo cinematográfico de primera magnitud donde la poesía y el melodrama se dan la mano con total naturalidad sin necesidad de insertar ningún tipo de artificio impostado.
A resaltar el sensacional segundo tramo de la obra, en el que Bellocchio declinó moldear la típica subtrama judicial tan presente en este tipo de producciones basadas en la osadía de violar la disciplina establecida por el sentido de la gallardía, otorgando el absoluto protagonismo al calvario sufrido por un ya condenado Príncipe de Homburg, quien vagará en su presidio desde el miedo inicial que supone la pérdida del paraíso perdido y del amor verdadero hacia la dignidad de la aceptación de una discutible culpa, sometiéndose por tanto al fruto que el honor y la honestidad guardan en su seno. En este sentido, Bellocchio ornamentó este último vector como una especie de ‹via crucis›, siendo la aceptación del martirio la única senda para alcanzar la salvación en un mundo terrenal cubierto de brumas y pesadillas.
Un desenlace sorprendente, romántico y muy hermoso pondrá la guinda final a un pastel terriblemente fascinante y seductor. Una cinta que permanece en la memoria merced a su belleza, lirismo y coherencia, que será del gusto tanto de los amantes del teatro más subterráneo y engatusador, como aquellos que se deleitan con una historia muy bien trenzada, extremadamente lírica y sólidamente interpretada. Y es que El príncipe de Homburg es una de esas piezas que demuestran el talento y la sabiduría que alberga en las manos y en la privilegiada mente de uno de los últimos maestros vivos de la pretérita edad de oro del cine de autor italiano: Don Marco Bellocchio.
Todo modo de amor al cine.