Marco Bellocchio resiste aún como uno de los principales exponentes vivos de aquel cine italiano cuya original denominación constituía una forma de concebir el cine en sí misma. Marco, junto a Bernardo Bertolucci, Ermanno Olmi y Pier Paolo Pasolini formó parte de esa segunda oleada de cineastas transalpinos que empezaron sus carreras —si bien Olmi ya llevaba un extenso bagaje como cortometrajista de estilo documental antes de filmar su ópera prima en el largo yendo un poco por su cuenta no adscribiéndose a una forma concreta de hacer cine, manteniendo así su independencia— una vez superada la influencia del movimiento neorrealista en lo que a la concepción cinematográfica se refería.
El cine de esta nueva hornada se caracterizaba por tres dogmas. En primer lugar por su compromiso político, sin duda uno de sus principales componentes y fuentes de controversia. Una adscripción claramente virada hacia la izquierda a través de unas complejas tramas de denuncia y ataque en contra de los ejes fundacionales de las tradiciones italianas no dejando títere con cabeza lanzando dardos en contra del estamento eclesiástico, el ejército, la familia o las corrupciones políticas ideadas por la democracia cristiana. En segundo lugar por su tendencia a la provocación, a veces gratuita, con objeto de alterar la apacible conciencia del ciudadano medio italiano no dudando así en mostrar, en primer plano y sin ningún tipo de rubor, potentes escenas de sexo explícito —así a Marco se debe la exhibición de la primera felación del cine italiano en la polémica El diablo en el cuerpo y famosas son las películas de tono erótico rodadas por Pasolini o Bertolucci— o enérgicas secuencias de marcada violencia no solo física sino fundamentalmente de marcado tono psicológico —ejemplo claro de ello resulta En el nombre del padre de Bellocchio—. Finalmente las obras de esta generación aspiraban las sentencias dictadas por los maestros del neorrealismo para transformarlas en una dialéctica muy propia y personal que bebía de los ingredientes del melodrama clásico italiano, torciendo dichos evangelios para construir unas películas edificadas a través de una atmósfera enrarecida, a veces surrealista, donde las enfermedades presentes en la sociedad italiana salían a relucir como un ente patógeno poseedor de una naturaleza destructiva, removiendo de este modo el inestable temple de unos personajes oprimidos por los convencionalismos y por tanto atormentados por sus traumas interiores así como por sus enfermedades mentales —Los ojos, la boca o La condena son dos muestras de lo expuesto—.
En este sentido, Marco Bellocchio debutó en el largometraje con una ópera prima que aunaba los tres componentes indicados en el párrafo anterior. Y es que Las manos en los bolsillos aún es recordada, transcurridos más de cincuenta años desde su producción, como una de las óperas prima más sorprendentes, magistrales y contundentes de la historia del cine. En mi opinión la mejor película de Bellocchio de gran influencia en cuanto a estilo, puesta en escena y tonalidad subversiva. Una cinta que el autor de Marcha triunfal no supo o pudo repetir en su carrera posterior en cuanto a resultados incontestables e influencia futura entre las nuevas promociones de autores europeos e internacionales —a modo de ejemplo Arturo Ripstein deformó los parámetros de esta obra cumbre para realizar una de sus películas más aclamadas, El castillo de la pureza—.
Las manos en los bolsillos fue rodada tres años después de Rocco y sus hermanos, obra maestra de Luchino Visconti que al igual que la cinta de Bellocchio centraba su argumento en la familia como cielo e infierno de la existencia vital. Si bien el film de Visconti dejaba algún hueco para la esperanza, Bellocchio apostó por moldear al estamento familiar como un cuerpo decadente, opresor, inestable y fuente de desgracias y enfermedad. Un patrón de tiranía, tortura y esclavitud para sus componentes, quienes se asfixiarían en un pantano dominador de conciencias a menos que tuviera lugar una rebelión cruenta destinada a destruir los vínculos que ataban a los miembros de la unidad familiar con este elemento perturbador.
Así, Bellocchio abre su composición presentando a los miembros de la familia protagonista. Comenzando por su componente más normal o estable desde el punto de visto de lo aceptado como tal, Augusto. Un joven algo distante, ambicioso y egoísta, tomado por el resto de sus hermanos como el cabeza de familia ante la ausencia de la figura paterna, quien trata de huir de toda conexión con sus parientes aprovechando su reciente relación con una joven universitaria llamada Lucía que habita en la ciudad, lejos de la mansión familiar ubicada en una apartada finca rural.
Tras esta presentación, la cámara de Bellocchio acompañará a Augusto en su trayecto hacia el hogar familiar, una casa de campo aislada de toda conexión con el exterior, habitada por la mamma (una desgraciada viuda que padece de ceguera y por tanto totalmente dependiente de la asistencia de sus hijos para poder sobrevivir), por la impetuosa y atractiva Giulia (si me permiten maravillosa, hipnótica, sensual Paola Pitagora), una joven inestable, aniñada, algo asilvestrada y exhibicionista que mantiene una relación próxima al incesto con su hermano Alessandro (imperial Lou Castel en un papel inolvidable y para la historia de la interpretación), el miembro más perturbado, esquizofrénico, maquiavélico y psicópata de todos los hermanos. Y finalmente el componente silencioso que adopta el rostro de Leone, un adulto con el rostro de un niño, afectado por epilepsia, y totalmente neutralizado por su ausencia de contacto con el género humano, manteniendo así una actitud de un niño grande necesitado pues de protección materna para subsistir.
La película dibujará un retrato cruel, rozando el género de terror, paranoico y espantoso de las consecuencias que tiene la ausencia consciente de todo contacto humano ajeno a la unidad familiar, así como de los efectos que la clausura, la incomunicación y el encierro producen en la impermeable mente de aquellos que sufren dichos padecimientos. Bellocchio empleó este microcosmos, trenzado por un espléndido guión que parece centrarse en la reclusión de unos personajes dañados por un claro desequilibrio, para retratar a esa burguesía anclada en el pasado, esnob, elitista y de ideología tendente a la supremacía de la casta. Un linaje decadente, decrépito, recluido y carente de moralidad que no mostraba ningún tipo de escrúpulos para lograr sus inquietantes objetivos. Una estirpe vaga y rentista, que no aportaba nada de su sudor al bienestar de la nación, acostumbrada por tanto a avasallar a sus congéneres y asimismo a esclavizar al pueblo manteniendo vigentes las amoralidades e indecencias necesarias para conservar su privilegiada posición.
Si bien Bellocchio se ocupa, con una sabiduría impropia de un recién llegado, de insuflar a la trama de un envoltorio claramente coral, evitando por tanto que el centro de la historia pertenezca a un protagonista claro, resulta inevitable concentrar la atención hacia el personaje de Alessandro interpretado por Castel. Un psicópata en toda regla. Trastornado por su soledad. Excitado sexualmente por la presencia de Giulia en los alrededores. Envidioso de la cordura de su hermano mayor, hasta tal punto que no dudará en solicitar los servicios de la prostituta habitual que satisface las ganas de Augusto. Ansioso por planificar el asesinato de su madre y su hermano Leone, con el único objetivo de poder liberarse de las ataduras familiares, teniendo así a su disposición a su hermana Giulia con quien desea vivir sus últimos días en convivencia escapando del yugo que representa las cuatro paredes del hogar campestre. Castel borda su personaje, inyectándolo de ráfagas de cordura con ataques de histeria. Mostrando su perversión en varias escenas, como aquella en la que se agita ante la descripción realizada por un niño de las piernas y pose de su hermana tomando el sol medio desnuda en la terraza de la finca, o la inquietante secuencia del matricidio que perpetrará lanzando a su indefensa progenitora ciega por un barranco con la posterior pantomima exhibida en el funeral al que arribarán toda una galería de personajes al borde del delirio, incluidos unos graciosos monaguillos que bailan el corro de la patata a pesar de la presencia de la muerte, o un par de monjas que parecen más interesadas en el cotilleo que en rezar al difunto.
A pesar de los tics plenos de histrionismo que presenta la representación del enfermo burgués llevada a cabo por Castel, su rostro impertérrito, la fiereza de su mirada, sus gestos animales e innatos, sus gritos de desesperación que parecen surgir desde los parajes de la improvisación, resultan altamente fascinantes, combinándose a la perfección con el talante dispar del resto de los protagonistas. De hecho el perturbador final con el que se cierra el film le debe buena parte de su inolvidable rastro a esa sangre salvaje que corre por las venas de un Castel desatado quien helará el corazón del espectador con su incontrolada demencia.
Otro de los puntos fuertes del film es su talante opresor, ataviado de una atmósfera muy enfermiza. El hecho de localizar la acción en los interiores de la residencia campestre dota al film de un carácter malsano próximo al cine de terror. Muy inteligente por parte de Bellocchio resulta imprimir de una naturalidad indecente a sus personajes cuando los mismos recorren las habitaciones y pasillos de su hábitat congénito, y al contrario mostrarles perdidos y desorientados, (unos perfectos sociópatas), cuando éstos salen a la calle para compartir su tiempo en fiestas y terrazas con el resto de la humanidad, algo que no cabe en la mente de un burgués de pura cepa, eso de mezclarse con la chusma.
A pesar del tono provocador que guarda el film, aspecto que se enfatizará merced a la utilización de zooms y unas actuaciones excesivas que buscan alterar el pulso del espectador de forma adulterada, hay que reseñar que el disfraz visual con el que se viste el film sigue una línea muy elegante, manifestando esa puesta en escena planificada hasta el más mínimo detalle regada de una perfección técnica y saber hacer propio de la mejor generación de técnicos del cine italiano, apostando por un ritmo enérgico que evita caer en el tedio inherente a las cintas brotadas de otras geografías europeas o marca de la casa de Antonioni. Quizás se pueda achacar cierta falta de contención en cuanto a la estructura de algunas escenas, dando como resultado una sensación de querer incidir en los aspectos sensacionalistas frente a la sensatez, algo que es fácil profetizar ansiaba como objetivo in-negociable Bellocchio.
Las manos en los bolsillos conserva el impacto y su poder de hipnosis intacto, alzándose como una de las obras cumbre del cine italiano de todos los tiempos. Un ejercicio de estilo visceral, realizado desde las entrañas y el corazón por un Marco Bellocchio que sentó las credenciales que ostentaría su cine a lo largo de una carrera de más de cincuenta años de honesto trabajo, el cual ha tenido la virtud de no engañar a nadie. Y es que Las manos en los bolsillos vaticinó con acierto esas enfermedades que lastran la aquiescencia moral, describiendo con una sutil metáfora la indecencia, inestabilidad mental y anomalías que devoran a esas familias burguesas atrapadas por su pasado y encerradas en un ensimismamiento continuo creador de una economía doméstica guiada por la psicopatía, los instintos homicidas, el pecado, el incesto y el hastío vital. Una obra maestra.
Todo modo de amor al cine.
Hola Rubén Redondo!
Estoy encantada con las miradas amables, académicas, sensibles que ofrece en sus comentarios. Gracias infinitas! Cristina Roganti
Gracias. Un saludo.