Tengo recuerdos vagos, pero gratos, de Pau y su hermano (Pau i el seu germà, 2001), una película que consideré entonces hermética y difícil, de una belleza difusa y fantasmática. Seguramente fue también una de mis primeras aproximaciones a ese otro cine español producido al margen de la industria (lugar que nunca ha abandonado su director, Marc Recha), un cine siempre sumido en búsquedas expresivas y narrativas apasionantes, seductor a fuerza de nadar contra la corriente. A su autor le perdí la pista, no sé muy bien por qué, aunque resulta reconfortante saber que ha seguido siempre a lo suyo, imperturbable y ajeno a las modas. Signo de gran personalidad, por otra parte. Esto ya era perceptible en El árbol de las cerezas (L’arbre de les cireres, 1998), su segundo trabajo, un relato coral y humanista que parece beber de las poéticas fuentes del cine de Erice o Kiarostami, y que destaca por su insólita madurez y su delicada artesanía narrativa.
Ambientada en un pueblecito de la Comunidad Valenciana (ubicado en el Vall de Gallinera, si no me equivoco), la película detalla con pausa, sutileza y economía el discurrir en la vida de sus habitantes, un microcosmos humano atrapado en ese espacio cuasi mágico en el que el tiempo parece haberse detenido, donde lo único que fluye es el agua (que, como afirma el niño en la voz en off, transporta las voces y los secretos de la gente que allí vive) y que tan pronto puede asfixiar (el personaje de Rosana Pastor) como servir de refugio a quien tiene el alma atribulada (el de Pere Ponce). Recha es muy hábil tejiendo ese tapiz humano tan rico y complejo, dejando espacio para el misterio y evitando entrar en juicios de valor: todos tienen sus razones para hacer lo que hacen, aunque a veces éstas se nos hurten.
La dinámica del pueblo, el respirar de esa pequeña comunidad aislada del ruido de la urbe, está muy bien reflejada. Y los anhelos y frustraciones de los diferentes personajes se revelan siempre de forma discreta y callada, sin entrar en excesos dramáticos ni subrayados. De hecho, es muy infrecuente que una película (más aún una rodada por alguien tan joven: Recha estaba en la veintena cuando la filmó) decida abordar una historia en la que se discuten temas de un calado tan universal y poderoso (el amor, el desamor, la enfermedad, la muerte, el desarraigo, el miedo al porvenir) a través de una voz tan contenida y austera, pero al mismo tiempo tan generosa en su alcance poético y en su refinada sensibilidad. Ese tempo reposado, tranquilo, en el que todo discurre, entreverado de pequeñas ráfagas y destellos poéticos, conducen a El árbol de las cerezas al borde de la excelencia.
Por supuesto, el cine que nos propone su autor atenta contra esa cláusula del espectáculo que suele regir el cine dominante, lo cual puede contrariar a quien busque mayor dinamismo y tensión dramática. Pero no hay aburrimiento aquí, no nos equivoquemos: hay hondura y belleza cifrada en unos fragmentos de vida capturados con la sencillez y modestia de un maestro de ‹haikus›. Y hay una historia muy bien contada, en la que prima una mirada deudora de cineastas mayores ya citados, pero muy personal, y en la que la Naturaleza, con toda la carga de misterio que le es propia, proyecta su embrujo sobre las criaturas humanas que viven bajo su sombra, y que aquí interpretan actores tan infalibles como Jordi Dauder, Pere Ponce o Isabel Rocatti, aunque quizás la que más perviva en la memoria sea Diana Palazón, uno de los rostros más magnéticos del cine español de los noventa. Por no extendernos más: una película pequeña y preciosa que conviene recuperar.