Continuando la senda marcada hace ya más de dos décadas por los hermanos Dardenne, el debut en el largometraje de Dario Albertini se eleva como un perfecto compendio de las bondades y también defectos que emergen de ese cine social europeo que tiende a mezclar con demasiada naturalidad los límites del cine de ficción con la realidad documental. Quizás la ausencia de sorpresas que caracteriza el contorno de esta sólida ópera prima sea uno de los puntos que impiden alcanzar el sobresaliente a un experimento que brilla gracias a la honestidad con la que Albertini traza ese viaje homérico protagonizado por el adolescente que da título al film.
La película narra las vicisitudes que atravesará Manuel, un joven huérfano de padre que ha vivido los últimos años de su existencia encerrado en un centro de menores junto a su hermano menor, a la espera de alcanzar la mayoría de edad para poder salir de su forzado cautiverio y así poder reencontrarse con su madre, quien permanece presa en una cárcel italiana. Manuel se nombrará a sí mismo como la única esperanza y salvación de su progenitora para conseguir la libertad condicional y así poder rehacer su vida junto a sus vástagos, debiendo por tanto Manuel renunciar a la tentación que resultará la propuesta de un viejo amigo de trasladarse a Croacia para montar un próspero y turbio negocio. Nuestro héroe mostrará una madurez a prueba de golpes y decepciones, desafiando el rostro cruel de la existencia con rectitud y honor. ¿Podrá alcanzar su quimérico objetivo sin resultar dañado?
Este es el minúsculo argumento que servirá a Albertini a edificar unos poderosos cimientos con los que construir una película pequeña, de historias mínimas, pero resultados mayúsculos gracias a la magnífica labor de un elenco de actores que más parecen vivir en carne propia los diferentes sucesos que van aconteciendo en pantalla, improvisando los sucesos según llegan, que interpretarlos.
Desde el punto de vista técnico la cinta es un prodigio. Planos alargados hasta la infinidad, desafiando los sentidos del espectador a través de unos planos secuencias limpios, sin trampa ni cartón, cortados con la sapiencia de un experimentado artesano por un realizador debutante, pero muy consciente de sus referencias artísticas y conceptuales. Puesto que Manuel es sobre todo un ejercicio extremo de representación de la vida abismal de un marginado que aún mantiene la esperanza de enderezar su rumbo, y la de su familia, en un mundo que se presenta hostil y desfavorable. Y asimismo primerísimos planos de los rostros de los actores que en un acto de verdad y fe, dan de sí todo y más para edificar una atmósfera hiperrealista, gracias al empleo de un lenguaje directo que no trata de desprender ningún tipo de artificio intelectual que enmascare los terrenos y derroteros por los que discurre la narración.
A pesar de que ciertos tics que brotan del espíritu más profundo del film pueden resultar poco originales, pues ya los hemos visto mejor planteados en algunas de las propuestas realizadas en los últimos años enmarcadas en el mismo género al que pertenece esta cinta italiana, no es menos cierto que Manuel expira cine auténtico. Ese cine filmado por los Rossellini, Fellini y Germi en los años cuarenta y cincuenta en el país de la bota y que ya pocos cineastas italianos aspiran a ni siquiera acercarse. Un cine que observa la realidad con equidistancia pero de frente, sin ningún tipo de ropaje ni venda que dificulte el análisis directo por parte del espectador. Un cine que puede ser tachado de ser demasiado frío, carente de emociones por tanto. Pero, que igualmente desecha tocar los sentimientos más superficiales por los más íntimos, a través de la respiración de lo cotidiano y de una absorbente sencillez en cuanto a puesta en escena y encuadres.
En este sentido, Albertini fotografía la vida diaria de su protagonista sin interrumpir su objetivo con giros impostados o irrigando algún toque de suspense o intriga. Para nada. El drama se azuza por sí mismo, por el simple caminar en medio de las calles despojadas de gentío de Manuel, por su auto-reclusión potenciada por sus miedos y traumas, por ese vacío existencial que explotará en un último tercio del film ejemplar y muy bien trazado por el novato Albertini y por esas ansías de salir del pozo negro y oscuro en el que ha desembocado su existencia.
Apoyándose en el silencio, con un tono que recuerda en cierto modo al séptimo arte intimista y tedioso de Michelangelo Antonioni combinado con ese cine juvenil y romántico del más poético y melancólico François Truffaut, Manuel consigue salvar los diferentes obstáculos que se atisban en algunos de sus tramos con oficio y osadía, aunque sin aportar ninguna novedad llamativa que pueda quedar guardada en la memoria. Si bien, los magníficos y eternos referentes con los que cuenta este film tan afrancesado como italiano, constituyen una perfecta catapulta para asentar esta propuesta en una posición de privilegio dentro de ese cine social europeo de trincheras, y como no infectado con ese halo nihilista que deja poco hueco para la esperanza, que tan amargo sabor de boca suele dejar en los sentidos del espectador.
Todo modo de amor al cine.