Manoel de Oliveira es un cineasta de la palabra, pero que nunca supedita la imagen en movimiento a ella. Esta dinámica ve su máxima expresión en El valle de Abraham, donde la voz en off acompaña los cuerpos de los personajes mientras los describe de forma poética.
Desde sus comienzos en el realismo poético a través de aproximaciones a la infancia como la de la tierna Aniki Bobó, al director le interesa explorar temáticas como la permanencia de la juventud en la vida adulta, ese período tan mancillado por la ordinariez. En Francisca el vocabulario ampuloso caligrafía el carácter de los personajes, sus propios comentarios les definen. En El valle de Abraham la puesta en escena se ubica al mismo nivel que la voz, que nos confirma aspectos que la imagen sugiere, pero jamás sin pisarse la una a la otra. Es a través de esta gran película de 1993 que el realizador asume y canoniza su estilo, confiando siempre en la fotogenia de sus intérpretes.
Esta película, que se alarga hasta las tres horas y media, vendría a ser un retrato femenino a la manera Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles pero con la fragancia de Barry Lyndon, deviniendo uno de los más cautivadores que nos brindó el cine de la Modernidad. Su extensa duración no debería disuadir a nadie, pues su virtuosismo recompensa la paciencia del espectador. El enfoque es delicado, sin grandes catarsis, y la narrativa es consciente de lo que los personajes deben guardarse para sí a la hora de incentivar nuestra imaginación, ya que presenciamos una hermosísima pero oblicua historia sobre la privación del deseo.
El relato sigue a la joven Ema, un personaje que supone una actualización del clásico Madame Bovary. Su predilección por el refinamiento y la opulencia la llevan a casarse sin amor con Carlos, que es unos años mayor que ella. El acomodamiento burgués y el lujo de la vida mundana, según Oliveira, son dos de las circunstancias que desvirtúan de forma más impía la inocencia de la juventud. El triste proceso vital al que la protagonista se ve sometida ve su desarrollo a través de imágenes alegóricas como esta, una de las más significativas de la película. La relación semántica que se establece entre los pájaros enjaulados, de un color vivaz y sin escapatoria, y Ema, una mujer que brilla entre las mujeres, es más que evidente. Ella, a pesar de que su mirada transmita inocencia y candor, también se verá atrapada en una red sentimental que con el paso de los años le irá absorbiendo la ‹joie de vivre›.
Esta segunda escena, que sucede cuando ha transcurrido una hora de metraje, se balancea en unas suaves notas pianísticas, como si apuntaran hacia la nostalgia de un tiempo más fructífero y feliz. Ema se mira al espejo y sujeta una vela, como si se interrogara a sí misma sobre el rumbo que está tomando su vida. Desde el primer fotograma en el que aparece, que todavía es una niña, se respira la resignación del personaje ante la expiración de la pasión y la vanagloria de las masculinidades que la pretenden. El espejo es un motivo visual recurrente para la exploración de la intimidad femenina, en este caso de una belleza cuyas llamas se van consumiendo poco a poco. A lo largo de la historia del cine, la figura del espejo ha sido mucho más que un instrumento que permita proyectar un reflejo, y suele ejercer de metáfora que ilustra la verdad interior de los personajes. Este abanico de soluciones visuales ven especial acomodo en el cine de Manoel de Oliveira, que las integra en sus films mientras da pinceladas con su cámara por el escenario.
Los films del portugués, de igual modo que los de otros exponentes del cine moderno como Bergman, Antonioni o Resnais, se encaminan hacia el ascetismo en la forma conforme transcurren los años. Lo que una vez supuso la viva instauración de una visión del mundo a través del séptimo arte, en el período de la madurez ésta parece disiparse, como si Oliveira aceptara su finitud y desintegración. En Singularidades de una chica rubia, el escenario especula hacia la abstracción y se hace evidente una preferencia por las figuras escultóricas, como si el discurso se rodeara de las reminiscencias del pasado. Esta escena del metraje podría perfectamente formar parte de El valle de Abraham, pues a través de un plano y su contraplano se sugiere una relación entre un pretendiente masculino de edad adulta y una joven que parece insegura de sí misma. La escenografía, mínima y esencial, denota estatismo y rigidez, como si Oliveira hubiese adquirido plena conciencia de sus propios códigos narrativos y visuales y apostase por desnudar su cine de sus excesos formalistas.
En un gesto de absoluta humildad, el director desmantela su mirada y la encadena a la erosión del tiempo. Su modo de entender el cine siempre ha colindado con la tragedia, como si ésta fuese indisociable al hacerse mayor. Y según nos transmite el director portugués, Flaubert tenía razón. La dicha tiene fecha de caducidad.
Genio y figura, Manoel de Oliveira.