El dilema de la maternidad
El cine de la joven directora catalana Liliana Torres ya ha venido dando muestras de una mirada personal, desprejuiciada, intensa y reflexiva, en torno a su realidad y a las coordenadas vitales de la generación a la que pertenece. Nacida en Vic, hija de una familia de migrantes castellano parlantes, se formó en dirección en la Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya (ESCAC), además de especializarse en videoarte en el Centro de Arte de Santa Mónica, y en cine documental —en este formato expresivo hay que destacar Hayati (2018)— en Ciudad de México.
Precisamente su memorable debut en el largometraje de ficción Family Tour (2013), estrenado en el Festival de Cine de San Sebastián, en la sección Zabaltegui, es una “dramedia” muy divertida, en la línea de esa tendencia tan en boga de la autoficción, en la que el análisis emocional de la crisis vital y de los desencantos familiares de su protagonista comienza cuando vuelve a pasar unas vacaciones a la casa familiar desde el otro lado del charco. En esta ocasión, Torres le entrega su historia personal a la actriz Nuria Gago Roca, que acredita una solvencia chispeante, pero la acompaña de las personas con las que comparte consanguinidad, interpretándose a sí mismas en espacios reales y conocidos de ese pueblo de interior brumoso —y hay que destacar aquí la irresistible vis cómica de su madre Antonia—. Porque en su siguiente entrega, ¿Qué hicimos mal? (2021), Torres redoblará la apuesta autoficcional, al mismo tiempo que la voltea en sentido inverso, colocándose detrás y delante de la cámara, además de volver a escribir, para indagar y reflexionar sobre el fracaso de las relaciones de pareja, —las suyas, y las de una mayoría de su audiencia que nos podemos sentir reflejados de uno u otro modo—. Con este propósito, se embarca en un viaje literal y metafórico que la llevará a reunirse con tres de sus antiguas parejas —llegará hasta Turín o DF—, aquellas que más la marcaron y sin las cuales ella no sería la persona que es, para filmar ante nuestros ojos las entrevistas hilvanadas sobre la gran pregunta que da título a la película.
Ahora, unos años después, Torres se atreve con una de las cuestiones más peliagudas de la cosmovisión cultural de la femineidad: el deseo de no ser madre. Su Mamífera, una exultante María Rodríguez Soto, vive plácidamente con su pareja Bruno (Enric Auquer) —los conoceremos por cierto, en la secuencia inaugural, disfrutando del sexo en la ducha—, con el convencimiento supuestamente compartido de que no quiere tener hijos. Pero esta premisa que parecía tan clara e inquebrantable, se comenzará a tambalear cuando se quede embarazada involuntariamente con casi cuarenta años, y precisamente cuando avistaba una mejora de las perspectivas laborales entre tanta precariedad ‹millennial›.
La directora vuelve una vez más a otra de sus inquietudes esenciales —recordemos, ya anunciada en aquel encuentro con Fede en la urbe azteca— para componer un ejercicio cinematográfico de reflexión, valiéndose aquí de intérpretes profesionales, que le proporcionan un probablemente necesario distanciamiento analítico, atravesado de su impronta tragicómica característica, que resulta reveladoramente conmovedor. Porque más allá del drama humano de esta mujer y de este hombre desubicados en su mapa vital, Torres reconstruye en su narración de esos tres días de espera para poder proceder a la interrupción del embarazo, una amalgama poderosa y compacta de todas las problemáticas íntimas, sociales y culturales que la exclusión de la maternidad implica. Así, veremos a Lola reconcomerse en silencio frente a sus queridas amigas, casi todas con hijos, o aun peor, apoyando en su particular viacrucis a la que se ha sometido a un tratamiento de fertilidad porque desea con todas sus fuerzas ser madre. Las interrogará sobre sus razones, desde la duda apabullante. Como le preguntará a su madre (en esta coyuntura, la actriz Amparo Fernández) sobre cómo se imagina su vida si no les hubiese tenido a ella y a su hermana —otro pasaje ilustrativo, es ese en el que decide cuidar de sus sobrinos excepcionalmente para ayudarla—. Pero ¿y qué pasa con Bruno? ¿Cómo vive él esta inesperada disyuntiva, que nunca lo fue? Torres también le otorga una generosidad responsable que agranda la perspectiva integral del film.
Y entre tanta intensidad emocional, el humor más vitalista se cuela por entre los pequeños resquicios del meollo. En la secuencia de la revisión ecográfica que descubre el asunto, en el momento de la comunicación de la noticia a Bruno, y sobre todo en esos primorosos episodios oníricos, entre la pesadilla y la jocosidad, construidos visualmente sobre collages pop de recortes de revistas “femeninas” (acreditados a María José Garcés Larraín), que nos recuerdan al área de investigación de Lola, y tanto sugieren respecto a las construcciones socio-culturales convencionales de la maternidad. No puedo dejar de destacar la fortaleza narrativa y expresiva de la película, sustentada en unos diálogos certeros, en unas elipsis de inteligente sensibilidad, y en unas interpretaciones de gran solvencia, que consiguen transmitirnos toda la honestidad emotiva y realista de su discurso. En mi opinión, Torres ha alcanzado un salto cualitativo en el que sin duda es su mejor film, que dialoga en su evolución biográfica con sus obras precedentes, componiendo una suerte de tríptico sobre las premisas existenciales de las mujeres de su generación de incuestionable interés artístico y humanístico. Y confieso que me han asaltado las lágrimas, mientras contemplaba el último plano de Lola en su casa, esperando a que suban sus amigas al rescate, mientras escuchaba esta hermosa canción, Com les coses quan s’acaben.
«El Cine es más hermoso que la vida.»