Una parte de la crítica mediática ha acusado a Mamacruz de disfrazarse de moderna mediante la exposición de una tesis que todos deberíamos dar por asumida (en otra palabras, de retrógrada). En mi opinión, dicha sentencia contiene cierta confusión, puesto que la película que nos ocupa no quiere hacer ninguna revelación ideológica, sino describir una etapa de descubrimiento de un personaje. Vamos, que no acudimos a la proyección del nuevo trabajo de Patricia Ortega como participantes de un taller sexual (como sí hacen sus protagonistas), sino como observadores de un proceso de aprendizaje que todos deberíamos celebrar y desear para nuestros mayores. Y este proceso está desplegado de una forma creíble y cuidadosa, logrando incluso provocar alguna carcajada sin por ello banalizar ni ridiculizar lo expuesto. Y además, lleva implícitos otros aspectos de la vida de la protagonista, a mi entender, más interesantes incluso que el principal.
Porque sí, de acuerdo: el tema principal de Mamacruz es la sexualidad. Pero la directora venezolana también nos habla, de forma un poco más discreta (que no menos relevante) de la maternidad. Pensemos en la secuencia que nos descubre cómo Cruz renunció a su proyecto de juventud para cumplir con las responsabilidades maternales que de ella se esperaban. De esta renuncia deriva, en cierto modo, el hecho de haber descuidado sus deseos y educación sexual. Su hija, en cambio, decidió explotar el talento que tiene como bailarina, decisión que implicó su traslado al extranjero y, por consiguiente, confiar la custodia de su hija a Mamacruz (como la nieta llama a su abuela). De estas dos actitudes contrapuestas nacen las dudas que tiene Cruz sobre la decisión de su hija: es el efecto espejo de la maternidad, a menudo ligada a una instintiva comparación de actitudes. Pero también será de allí de dónde nacerá su deseo de descubrir aquello que perdió cuando era joven; y aquí Ortega nos propone una inversión de los roles “maestra / aprendiz”, siendo la madre quien se inspirará en la determinación de la hija.
Más allá de este juego de miradas, perspectivas y espejos, lo más interesante de lo descrito es la valentía con que la directora lo presenta: como una situación sin soluciones perfectas. Porque Ortega huye de las dos manidas (y reduccionistas) perspectivas sobre la maternidad a las que el cine nos tiene tan acostumbrados, a saber, la madre comprometida y entregada cuyo instinto pasa por encima de todas sus necesidades; y la madre irresponsable, insensible y egoísta, incapaz de anteponerlas exigencias de los hijos a su caprichoso placer. Aquí no estamos ante ninguno de estos dos casos, ya que la decisión de la madre no es más que la respuesta a un deseo legítimo, la forma de afrontar una situación contradictoria en donde no existe una opción que sea justa para todos. Así mismo lo manifiesta el personaje en la reveladora conversación que tiene con Cruz: en realidad, ni ella misma está segura de hacer lo correcto. Porque ni siquiera la (sobre)venerada maternidad otorga superpoderes para afrontar situaciones como esta.
Tanto este peso de la maternidad como el bloqueo sexual que Cruz se propone desarticular son aspectos que Ortega expone sin necesidad de recreo. Es cierto que la opresión puede palparse desde múltiples rincones (el peso de la religión, el temor al “que dirán”, las habladurías de algunos conocidos, la mirada reticente del marido), pero en ningún momento se plantea como una grandísima tragedia. Y en realidad, toda la película evita este tipo de excesos: incluso el estado terminal de una de las amigas de Cruz es tratado de una forma suave y elegante, alejada del sentimentalismo fácil. Tal vez este sea el punto fuerte de Mamacruz, una película que, si lograra dejar a un lado esta tendencia contemporánea de asociar “autoría” con “tempo pausado”, tal vez lograra un acabado no sólo correcto sino majestuoso.