El nombre de Malgorzata Szumowska es uno de esos del panorama internacional que lleva años experimentando un crecimiento exponencial, cuanto menos a nivel de un reconocimiento que le otorgan no únicamente las selecciones en un festival del tamaño de la Berlinale, también galardones como los recibidos en 2015 por Cuerpo (Cialo), con la que logró el premio a Mejor director (en un ex-aequo) precisamente en el certamen bávaro y el del público en los Premios del cine europeo, o aquellos que cosechara hace poco más de un año en Berlín (de nuevo) —Gran Premio del Jurado por Mug, que este viernes llegaba a la cartelera— y Gijón a posteriori.
Lejos de poner de relieve el nombre de la cineasta polaca, tanto Cuerpo como Mug —o Twarz en su título original, que traducido vendría a significar “rostro”— entroncan de forma directa con algunas de las constantes de la filmografía de la autora de Amarás al prójimo. Todo aquello que apunta a lo corporal, a lo físico, posee una relevancia ligada al componente emocional desde el que se expresan sus personajes. Así, tanto el rostro desfigurado de Jacek, el protagonista de Mug, como el trastorno alimenticio que padece Olga en Cuerpo, poseen una relación a través de la que otorgar forma a un mosaico de sentimientos, que es lo que, en definitiva, les empuja a actuar ante la sociedad —o sus seres más queridos—. No por ello el contexto deja de cobrar una especial relevancia para los personajes que frecuentan el particular universo de Szumowska, siendo al fin y al cabo una extensión de las situaciones que atraviesan y moldean su conducta.
Es, de hecho, ese contexto del que hablaba, quizá el más aparentemente apacible en 33 Scenes From Life, tercer largometraje de Szumowska —y último de su primera etapa en Polonia, justo antes de rodar en Francia su siguiente film, Ellas—: en esta, seguimos a Julia, una artista felizmente casada, cuyo seno familiar se asemeja de lo más sano. Ello queda reflejado en el arranque del film, donde asistimos a una reunión que se desenvuelve de forma distendida, entre bromas, vino y comida hasta altas horas de la noche, reforzada en especial por una realización que emplea por lo general planos medios, un montaje dinámico ante el ininterrumpido diálogo y la conexión necesaria entre sus distintos actores. Un clima, en definitiva, de absoluta relajación que parece trasladarse a cualquier rincón del hogar de Julia y Piotr.
Todo dará un giro tras la muerte del perro de la familia y, más adelante, la enfermedad de la madre de Julia. El cuadro presentado por Szumowska en un principio, despojado de cualquier tipo de inquietud, irá adquiriendo nuevos matices sin necesidad de otorgar una gravedad mayor de la que ya posee por sí solo el relato. Aquella relación que parecía funcionar —comprendiendo sus más y sus menos— entre Julia y Piotr, tomará entonces una extraña deriva ante la postura de él, más bien apaciguadora en un marco que no parece ofrecer demasiadas alternativas. A partir de ese momento, y debido a la constante ausencia de Piotr, 33 Scenes from Life quedará contagiada por un caos y constante desorden, que es en el que se sumirá la vida de Julia; un caos vertido desde su propensión al diálogo como forma primordial de comunicación, pero que también tomará cuerpo en una faceta formal espoleada por el sonido —y la, por momentos, aguzante banda sonora— y por la cámara de la cineasta —como en esa soberbia secuencia de la madre de Julia tumbada en la cama del hospital con ella en segundo plano, mientras el volumen de la tele se acrecenta, conformando esa sensación de absoluto desconcierto que parece reinar en el día a día de la protagonista—, así como mediante escenarios concretos —el ascensor del hospital, el comedor con ese árbol de navidad…—.
Especialmente reseñable resulta el singular modo en como la directora logra imbuir en algunas escenas el ambiente que, de repente, invadirá el periplo de Julia. En ese particular viacrucis, Adrian —interpretado por un gran Peter Gantzler—, un amigo de la familia, surgirá como apoyo central en una situación que también le llevará a confrontar el estado de Julia y determinados momentos de lo más delicados. Lo emocional, quedará confrontado de diversas maneras, pero en especial desde una fisicidad como vía de escape, dibujada a partir de planos cortos que refuerzan precisamente esa evasión en lo físico como modo de hacer frente a una manifestación afectiva que se desliza tanto en los instantes más quebradizos, como en los de pura fuga. Szumowska expone, en ese vaivén, una soledad —siempre, de algún modo, extrañamente ligada a su cine, no desde un componente existencial, sino desde aquello que nos ata a la realidad— que emerge de forma casi natural, y ni siquiera termina de encontrar respuesta en lo que parecía ser el último vínculo a través del que respirar, reflejando sus aspiraciones en un plano vacío que no puede más que hablar por sí solo.
Larga vida a la nueva carne.