Los miedos y ansiedades de la clase media urbanita enfrentada al entorno rural y sus habitantes son elementos clásicos tratados desde hace décadas por el terror y sus diversos subgéneros, como el ‹slasher›. Puede tratarse de una familia como en The Hills Have Eyes (Wes Craven, 1977) o un grupo de jóvenes inconscientes que transitan por lugares que siguen códigos desconocidos para ellos, en el caso de The Texas Chainsaw Massacre (Tobe Hooper, 1974). Estas podrían ser algunas de las influencias que Alfonso Zarauza traslada a la cultura gallega para su último largometraje, Malencolía (2021), protagonizado por Melania Cruz y Xulio Abonjo. Ellos interpretan a una pareja —Sira y Pepe— que, después de diez años viviendo en Berlín, decide regresar a Galicia y asentarse en una casa situada en una aldea, que creen abandonada, con su perro. En realidad tienen por vecina a Isolina (Iolanda Muíños), una extraña mujer mayor con la que desarrollarán una ambigua dinámica, que el director aprovecha como parte de su perspectiva de comedia costumbrista que da estructura al relato, con la presencia de personajes pintorescos como un funcionario del ayuntamiento amante del cine experimental o un agente de la guardia civil que también ejerce como ilusionista.
El humor es parte fundamental de su narración, pero la película integra bajo este ligero tono más capas al margen de esta mirada sobre el ámbito rural. Va más allá de subvertir las expectativas de los protagonistas que, como peces fuera del agua, se encuentran con situaciones cotidianas grotescas que podrían salir directamente de la serie Northern Exposure (Joshua Brand & John Falsey, 1990-1995). Zarauza resuelve la puesta en escena con cámara en mano, tomas largas en diálogos y una composición de planos medios que resulta imposible no identificar con una obra de carácter televisivo. Algo que contrasta con el excelente trabajo con el paisaje y los espacios en su anterior filme, Ons (2020). El interés aquí se divide entre la relación de Pepe y Sira y sus interacciones con Isolina, que es indiscreta y no respeta su intimidad, que les agobia con una forzada amabilidad que impide a la pareja pasar desapercibidos como les ocurriría en una gran ciudad. A través de Isolina y de los inquietantes ruidos y visiones durante la noche, se nos introduce en la cosmogonía de la región, influida por la persistencia de los muertos conviviendo con los vivos y la leyenda de la Santa Compaña, como paso previo a descubrir que todos los habitantes de la aldea en el cementerio murieron el mismo día.
Los ‹flashback› se utilizan en el montaje para mostrar detalles de su vida anterior en Alemania, centrándose específicamente en Sira. La pérdida, la muerte y el duelo forma parte de su pasado y siguen con ella aunque ahora pretenda con ilusión ser editora de audiolibros, tener un hijo o comenzar una nueva etapa haciendo habitable su nuevo hogar. Esto permite explorar muy superficialmente tanto su psicología como la relación con Pepe. Quizá sea provocado por exigencias de producción, pero tanto este aspecto de drama psicológico como la anticipación de misterio y terror ocultos en esta aldea casi desierta quedan muy desdibujados y esquemáticos, sin tiempo suficiente para desarrollarse apropiadamente pese al obvio interés del cineasta por incluirlos. Cuando llega el final abruptamente y entra en juego el imaginario cinematográfico referencial del ‹slasher› rural, tampoco tiene margen para jugar con las estimulantes expectativas que se arriesga a resolver de forma anticlimática. El propio uso de la cámara resulta excesivamente estático y la ausencia de una atmósfera que capture esa tensión subyacente durante la mayor parte de su metraje —ese suspense que se requiere para poder trastocar por sorpresa a posteriori los prejuicios del espectador y de sus personajes con ellos— deja su desenlace en algo parecido a un ‹cliffhanger›, que no permite desentrañar las intenciones ni el sentido de la propuesta en toda su dimensión.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.