Un desvencijado y decadente hotel, en cuya fachada se percibe la erosión del inexorable paso del tiempo, acoge el primero de los dos títulos que João Canijo presentaba en la antepenúltima edición de la Berlinale en forma de díptico. Bajo el techo de ese edificio, que en su interior toma todo tipo de lujos, una madre y una hija se reencontrarán con su nieta e hija (respectivamente) en lo que se percibe ya desde sus primeros minutos como una relación áspera, desposeída de cualquier motivo sentimental que pudiera suponer dicha reunión. Y es que si los reencuentros familiares han cosechado una tradición de lo más insana y compleja en el ámbito cinematográfico ya desde títulos como Celebración (Thomas Vinterberg, 1998), el cineasta luso no parece dispuesto a quedarse rezagado en una cinta que, al contrario que el citado título, no esconde ningún as bajo la manga: lo que hay es lo que se percibe ya desde un buen inicio, donde asombra la frontalidad de sus diálogos y la crudeza arrojada sobre un marco que, si bien señala ese deterioro en sus estampas exteriores, no parece ir a percibir tal carga de turbiedad con una inmediatez capaz de desarmar a cualquiera. Así, Mal viver lo único que elude durante sus primeros compases, son los motivos —que tampoco poseen ninguna función específica sobre el relato, más que la de ir abriendo grietas ya cerradas ante la muerte del padre de la recién llegada— por los que se desata ese torbellino de hostilidades que Canijo no tarda en exponer.
Esa celeridad con que se manifiesta un intenso conflicto choca sin embargo con la densidad narrativa que el cineasta propone, cimentando las bases de un film que se cuece a fuego lento en un gesto que bien pudiera tornarse exasperante si no fuese por la aspereza y crudeza que derivan del relato. De este modo, el contraste que Canijo aplica a su obra sirve tanto para cargar las tintas como para enhebrar una atmósfera pastosa y aletargada que pervive especialmente en la configuración del plano: a través de esta, Mal viver muestra no sólo el estatismo de unos personajes enquistados en una situación que no parece tener salida, también escinde los cuerpos relatando desde lo visual esa incomunicación que asola el nexo madre-hija, alimentado asimismo por la intervención de esa otra madre —un concepto sobre el que el luso vehicula ambos films— que se desliza interesadamente entre bambalinas inyectando un veneno que el espectador percibirá ya desde un buen principio cuando su hija asista a una conversación abuela-nieta que no solo no parece presagiar nada positivo, sino además delinea unas intenciones que se antojan cuanto menos dudosas y que serán solo el inicio de la contienda. Todo ello alejado de cualquier atisbo de sutileza, y es que si el autor de Sangre de mi sangre nos hace asistir a escenas como esa es a sabiendas, trazando un escenario donde la aridez que emerge de no pocas secuencias se establecerá como hilo a seguir.
Mal viver consigue, pues, alzarse en torno a una puesta en escena y una planificación —también cabe constatar como emplea el ‹travelling› contadas veces, alejándose de la inmovilidad de determinadas estampas y contraponiendo así su función— que dotan de una magnitud distinta al conjunto. La propensión ya mostrada por Canijo en torno al melodrama —dirimida en films anteriores como la citada Sangre de mi sangre— se une a un trabajo que amplifica, si cabe, sus constantes. El film se nos presenta, en ese sentido, como una obra descarnada cuyo ritmo plúmbeo induce a cargar un ambiente ya de por sí cargado, en el que además se filtran las conversaciones de los distintos clientes que se irán dando cita en el hotel, suscitando un ‹off› que tensa la escena y lejos de contraer sus propiedades, hallando cierto desahogo dramático en esos segmentos, explora una naturaleza devastadora condensada en un último (y consecuente) gesto. Mal viver se desliza de forma abrasadora bajo la retina componiendo una de esas piezas que supuran amargura sin necesidad de apelar a una gravedad ya implícita en el texto, pero en cualquier caso, una vez encuentran su aposento bajo la atención del espectador, difícilmente renuncian a esa zona que poco a poco deviene un estado mental en el que se antoja tan difícil entrar como, en última instancia, abandonar en busca de una bocanada de aire que pocas veces se había estimado tan necesaria. Nada como el propio Canijo para confirmarlo en un gesto tan complementario como autoconsciente en su Viver mal.
Larga vida a la nueva carne.