Sunao Katabuchi es otro de esos genios de la animación japonesa cuyo talento ha florecido de forma silenciosa. Fogueándose como asistente de dirección en una serie de culto como Sherlock Holmes. O compartiendo horas de duro trabajo con el maestro Miyazaki junto al que sacó a la luz la obra maestra Nicky, la aprendiz de bruja. El aprendizaje en los Ghibli se nota en el trazo del dibujo de Katabuchi. Un bosquejo clásico exento de efectos cibernéticos que prefiere la sencillez a la suntuosidad. De pura artesanía manual. Concibiendo unos personajes muy naturales, cercanos y realistas. Muy expresivos y gesticulantes. Quizás un dibujo más cercano al imaginario de Isao Takahata que al del propio Miyazaki en cuanto a ese trato sumamente delicado de los paisajes formales ideados por el equipo de dibujantes.
Tanto la obra maestra En este rincón del mundo que acaba de aterrizar en nuestras pantallas como esta Mai Mai Miracle se hallan intrínsecamente conectadas. No solo en su espíritu libre que absorbe el alma de ese Japón administrado por sus ancestrales tradiciones aún no contaminadas por la influencia foránea (en las dos películas se percibe el miedo de Katabuchi a lo ajeno, a las imposiciones externas aniquiladoras de la filosofía oriental que gobernó la sociedad nipona desde tiempos pretéritos). También se advierte la tendencia de su autor por otorgar el protagonismo a unas heroínas ingenuas y soñadoras, moradoras inicialmente del mundo infantil colmado de fantasía cuyo libre albedrío será obstaculizado tanto por las exigencias que impone la tradición como por el advenimiento de la tragedia que destapará de un plumazo las alucinaciones emanadas de la frágil mente de ambas protagonistas. Asimismo se constata la debilidad de Katabuchi por pintar localizaciones rurales frente a la frivolidad de la jungla urbana. Parajes atestados de ríos, montes, campos de arroz y de trigo, de intrépidos aguadores que cargan sobre sus espaldas el fruto de su trabajo. Embellecidos con la aparición en escena de insectos, pájaros y demás compañeros invisibles que escoltan a los niños que lideran las tramas jugueteando con ellos en mil y una travesuras. Unos paisajes hermosos y exquisitos retratados como los ángeles por unos dibujantes capaces de derretir el corazón con su arte.
Sin alcanzar las cuotas de grandiosidad de su hermana mayor, Mai Mai Miracle se eleva como una obra muy interesante y perfecta para conocer las obsesiones de su creador. Realizada con esa calidad inherente a los maestros de la animación japonesa que faculta que las imágenes conquisten los ojos de los espectadores casi sin ningún tipo de esfuerzo, apoyadas en el encanto que desprenden unos personajes mimados al más mínimo detalle con los que resulta muy fácil simpatizar. Apostando por una estructura narrativa que no busca en ningún momento centrar la acción en un hecho concreto en base al cual generar intriga o interés de un modo adulterado. No. Esta no es la típica película que pretende engatusar con una historia de enredo o suspense en la que se detecta fácilmente un arranque un desarrollo y el consiguiente desenlace. Al contrario. Tan solo ambiciona seguir los pasos de los protagonistas en su vida cotidiana sin trampa ni cartón. Relatando historias mínimas sin ningún tipo de interés a priori que fácilmente han podido o podrán ser experimentadas por ti o por mí. Llamando la atención sobre lo sencillo. Evitando pues todo tipo de complejidad. Descansando sobre la impresión de observar la vida discurrir sin ningún tipo de impedimentos. Algo que puede resultar aburrido para quienes necesitan de adrenalina para entretenerse.
Pues Mai Mai Miracle está cocinada a fuego lento. Explotando las bondades de la reflexión y la pausa. Del poder de la imaginación. Una imaginación que parece haber sido demolida por ese globo dominado por los mayores. Que solo es cultivada por los niños. Por esos infantes que aún sueñan en otros rincones lejanos y presentes. Con la llegada de esos colegas inexistentes en estancias materiales, pero discernidos entre las sombras luminosas de la fantasía. Y esta dicotomía será empleada por Sunao Katabuchi sin ningún tipo de tapujos. Mezclando sin rubor realidad y ficción. Objetividad con abstracción. Cuadros cotidianos con marcos oníricos. Y sin previo aviso, sino con total naturalidad. Viajando de un lado a otro del espectro sin respaldo de carteles informativos que den cuenta del cambio de escenario. Quizás porque para el maestro no existe línea de separación entre ambos cosmos. Son la cara de una misma moneda deformada por los prejuicios que nos corrompen.
Mai Mai Miracle nos cuenta la historia de una niña de unos diez años llamada Shinko. Situando la obra otra vez en el pasado, en esta ocasión en los años de posguerra mundial en un pequeño pueblecito llamado Hofu. Nuestra heroína es una muchacha poseedora de una incontrolable imaginación, pero carente de amigos. Sueña con un universo paralelo. Con el Hofu de hace 1.000 años al que arribó una bella princesa que tampoco tenía ninguna acompañante con la que compartir juegos. La vida es dura en el Japón de los cincuenta. Ello ha obligado al padre de Shinko a tener que emigrar a la ciudad para ejercer de investigador y así conseguir el dinero suficiente con el que mantener a su familia, integrada por su abnegada esposa, su curtido padre —abuelo de Shinko así como su cómplice y motor de sus aventuras— y su hija menor y traviesa hermana de la protagonista.
Pero la soledad que persigue a la pequeña será interrumpida con el arribo a Hofu, procedente de Tokio, de otra niña de temperamento radicalmente opuesto. Se trata de Kiiko, una cría tímida, solitaria e introvertida. Temerosa de deleitarse con los placeres de la vida. Atormentada por la muerte de su madre y por la recta educación procurada por su padre, un rico médico al que ni siquiera veremos el rostro. Un hombre gris, triste y oscuro incapaz de mostrar ningún signo de cariño hacia su vástago. Y Shinko y Kiiko se conocerán en las aulas del colegio del pueblo. Harán buenas migas desde el principio. Los polos opuestos se atraen como decía la ley física. Shinko es soñadora e ilusa. Según ella motivado por el remolino que deforma su pelo. Kiiko es por contra cabal y sensata. Pero la compañía de Shinko la transportará a conocer otros lugares. A experimentar con la fantasía. A abrirse al mundo alternando con los trastos camaradas de aventuras de nuestra revoltosa princesa. A mancharse las manos con la tierra y el barro brotado de los arroyos y campos de trigo. A emborracharse bebiendo no solo el licor de una caja de bombones que ofrecerá como regalo a Shinko, sino gozando de la vida como nunca antes lo había apreciado. A comprender que siendo libre de ataduras es el único medio de alcanzar la felicidad exprimiendo el jugo que obsequia la existencia en compañía de aquellos que más nos alegran.
No busquen otro sentido al film. Esta es su sustancia y único valor. La composición de una bonita historia de nacimiento de amistad entre dos seres antagonistas solo unidos por su desamparo afectivo. Sin artificios impostados. Revelando las rutinas cotidianas que afectan nuestro día a día. En este sentido nos topamos con una película de situaciones e irradiación de minúsculos capítulos que no guardan ningún tipo de vínculo unos con otros. Cierto, la cinta dura una hora y media al igual que podría haberse prolongado por tres horas o por simplemente una escasa hora de metraje. Ello se debe a esa radiografía de la vida normal y corriente esbozada por Katabuchi, construyendo así un collage impresionista que hace suyo lo común, ilustrando esos actos sin importancia que no ocultan ningún tipo de secreto ni misterio. Niños que juegan con palos y piedras. Que utilizan unos simples maderos abandonados para construir una presa fuente de disfrute. Que se sorprenden por el sonido del viento o por el nado de los peces. Que construyen un paraíso no contaminado por la madurez. Que corren en paralelo al canal que nutre y riega los cultivos de padres y abuelos. Que escapan de la opresión localizando espacios temporales inalcanzables por aquellos que adornan su frente con arrugas. Una oda a la juventud que todos conocimos. A esa infancia donde lo onírico cobra mayor importancia que lo evidente. Una fase vital despreocupada, libre y hermosa. La etapa más bonita a la que nunca regresaremos. Exenta de corrupción y empapada de virtudes y bondades como por ejemplo el hecho de holgazanear por los caminos sin más objetivo que ver las nubes pasar.
Todo lo comentado convierte a Mai Mai Miracle en una bella parábola alrededor de la juventud. Tierna y sensible. Dulce como esos caramelos que causan caries pero que no podemos dejar de saborear. Nostálgica y melancólica, pero no empalagosa. Cómica cuando es necesario y dolorosa también cuando es preciso. Siempre conmovedora. Ya que ¿existe algo más emotivo que contemplar el crecimiento de unos niños que se asoman a la vida sin más pretensiones que pasarlo bien en compañía de nuestros mejores amigos? Sin duda, no.
Todo modo de amor al cine.