Si algo había que reconocerle a la llamada ‹New French Extremity› lejos de la calidad intrínseca que pudieran arrojar las propuestas adheridas a tal movimiento, era sin lugar a dudas el reflejo de una insania que reverberaba en aquel horror exacerbado y las veces absurdo, ocasionando que voces tan dispares como las de Gaspar Noé —en alguna de las ya célebres secuencias que constituyeron su Irreversible— o Julien Maury y Alexandre Bustillo —con aquel pulso demencial protagonizado por Alysson Paradis titulado À l’intérieur—, sin olvidar a los Alexandre Aja (Alta tensión), Xavier Gens (Frontière(s)) o la dupla que formarían el propio David Moreau con Xavier Palud (Ellos – Ils) encontraran, más que un punto de viraje, un rasgo distintivo bajo el que acunar dicho horror.
Es Moreau, alejado desde su incursión USA con el ‹remake› de The Eye del cine de terror —en un periplo donde lo más destacable ha sido un acercamiento al fantástico entre una comedia romántica y su traslado al cine familiar—, quien regresa con esta MadS para continuar, si bien no reformulando, cuanto menos extendiendo las miras en torno a un terror que, no nos engañemos, ni inventa nada ni lo pretende, pero sin embargo continúa nutriéndose del carácter temperamental y alucinado de un cine que recorrió el mundo entero dejando secuencias para el recuerdo (ni que fueran para mal) que han quedado preservadas en no pocas retinas.
Lo que propone el cineasta galo en MadS es tan sencillo como apelar a ese espíritu de tren de la bruja que pocos cineastas han conseguido emular con éxito, recurriendo indisimuladamente a algunos de sus referentes más sonados (y logrados) —de hecho, la sombra de [•REC] se extiende sobre un acto final que, pese a replicar lo conocido, es donde mejor funciona el film al plasmar con fuerza su sentido intrínseco—, pero añadiendo ese punto de locura y delirio tan necesario en un film cuyas pretensiones, al fin y al cabo, no van más allá de transmitir esa sensación de tenso divertimento que se esperaría del mismo.
Lejos del dispositivo aplicado —un plano secuencia que se extiende de los últimos coletazos del atardecer a una noche festiva donde no faltarán drogas y estímulos sexuales—, si hay un aspecto que realza el trabajo de Moreau tras las cámaras, es sin duda la labor de un joven elenco entregado en cuerpo y alma al dislate que propone el autor de Ellos (Ils), recogiendo un tronado testimonio donde es difícil divisar la línea que separa la cordura de la enajenación total. Los intérpretes consiguen, en ese sentido, plasmar una insania que no parecía nada fácil de sembrar en una mueca o un gesto, y que por momentos traslada MadS a una nueva dimensión donde lo malsano es mas una articulación per se que una propia extensión del terreno a (re)visitar.
MadS consigue, pues, su objetivo, en tanto es consciente de sus carencias y limitaciones, las admite, y se zambulle en un horror que no admite medias tintas y revela una naturaleza demente que no se apacigua ni por un momento. Es posible, en efecto, que en esa crónica trastornada, en ese mal viaje, se puedan encontrar algunas debilidades en una escritura que lo juega todo a una carta, pero que las veces se siente ganadora conjurando exactamente a lo que apela, que no es otra cosa que dibujar un salvajismo que va más allá de la sangre, los sobresaltos y el exceso, dando pie a un ‹tour de force› que, una vez asimilado, es difícil no acompañar hasta las últimas consecuencias.
Larga vida a la nueva carne.