No hay mayor desconsuelo para una madre que la pérdida de su hijo. La angustia y el terror dan paso posteriormente a la desolación. Un proceso invisible en el personaje de Elena, la madre protagonista que da título al cortometraje (ganador del Goya y nominado al Oscar) y al largometraje de Rodrigo Sorogoyen. En la ficción hay un hiato de diez años, una década sin respuestas, repleta de misterios alrededor del personaje y, sobre todo, un calvario emocional que pesa como una losa en el porvenir de la atormentada protagonista. Al cineasta español no parecen interesarle tanto los porqués diáfanos de la aflicción de ella como sí el estado mental actual de una mujer que lucha por sobreponerse al trauma abrumador.
Sorogoyen, en una decisión un tanto cuestionable, decide arrancar Madre con el propio corto como prólogo, cuando ya es una pieza con entidad propia e independiente, y el relato posterior del largo no precisa del recordatorio en absoluto. A partir de ahí, el desconcierto y lo perturbador impregnan en todo momento las sucesivas acciones de Elena y su gestión de la pérdida y el abatimiento derivan en graves problemas en sus relaciones personales, eminentemente a nivel emocional. Una mujer incapaz de amar y serenarse ante la incertidumbre y la imposibilidad de cicatrizar lo acaecido diez años atrás. En el cortometraje, el cineasta madrileño narra el calvario en un largo plano secuencia, encapsulando el sufrimiento sin corte alguno. La angustia en primera persona.
En la película que nos atañe, el director de Stockholm demuestra una vez más su inercia a la virguería visual en la puesta en escena, tan espectacular en sus aproximaciones al thriller como algo caprichosa en Madre. Si bien es cierto que los largos planos secuencia en este nuevo filme son portentosos en algunas escenas, también lo es que su abuso resta valía a la estructura narrativa de la historia y al acercamiento íntimo de la fase emocional de la protagonista. Por el contrario, a su favor tiene su capacidad para desconcertar en todo momento y provocar al espectador con la rebeldía de Elena y sus inquietantes pasos para intentar salir del túnel. La luz del final tiene unas estaciones previas que se advienen como saltos de tiburón constantes, el viaje propuesto por Sorogoyen (y su habitual coguionista Isabel Peña) nunca termina de asentarse en territorio seguro, siempre a la deriva, pero nunca naufragando.
De hecho, en el guion de Madre han logrado superar los dos grandes problemas principales de sus dos anteriores películas: el papel de la mujer, una visión un tanto misógina (sobre todo en Que Dios nos perdone), y los subrayados de brocha gorda en El reino. Por un lado, en su nuevo trabajo conjunto, la historia se sustenta en un personaje femenino robusto, contradictorio y absolutamente libre de constricciones sociales; por otro lado, el relato sincopado es fruto de la unión sucesiva de encuentros y desencuentros, donde aparentemente no ocurre nada relevante, pero en los que hay mucho por escarbar. Quizás hay una excesiva apuesta con saltos de fe de cara al espectador, pero el riesgo (y el posible naufragio) se agradece más que la unidimensionalidad en los personajes y la sobreexplicación.
Elena es el pilar de Madre y Marta Nieto acomete el reto con aplomo y genio. Un personaje difícil para cualquier actriz, por las distintas aristas que posee, por el bagaje emocional que muestra y esconde simultáneamente y por el riesgo de afrontar escenas peliagudas que bien podrían haber caído en lo ridículo en otras manos. Su rostro, del dolor enquistado al desamparo durante una década, es la muestra más fehaciente de la magistral interpretación, refrendada con sendos premios en los festivales de Venecia y Sevilla. Madre no es una película redonda, pero sí es superior a los dos anteriores trabajos tan (sobre)alabados de Sorogoyen.