En no pocas ocasiones, la vida nos lleva a transitar senderos en los que, exonerar nuestros males se transforma en algo más que una forma de liberación a través de la que seguir afrontando retos y midiendo nuestras posibilidades ante estos. En esa tesitura, la de asumir tal descarga como poco más que una necesidad, esa vía de escape no toma los senderos más comunes y se manifiesta en aquellos quehaceres que, de un modo u otro, ocupan nuestra rutina.
En Madeline’s Madeline, tercer largometraje en solitario de la actriz Josephine Decker, la joven Madeline comparte su día a día con una figura materna que, de modo no manifiesto, parece constreñir una realidad en la que afianzarse debido a su temprana edad, a la par que desarrolla su particular vocación como actriz en un grupo teatral que, paulatinamente, irá absorbiendo su figura o, más bien, en el que la protagonista volcará cada vez con mayor intensidad un reflejo de esa realidad con el simple cometido de ir encontrando la libertad encapsulada en un irreprimible deseo materno. Es así como la imposibilidad de hacer frente a una relación comprometida, pero que al fin y al cabo no hace sino volcar la neurosis propia de un progenitor ante su vástago frente a una determinada edad y comportamientos, encontrará en la vocación artística —en este caso, mediante esa comunidad teatral— un punto de fuga en el que plasmar las inquietudes que atenazan de alguna manera el propio devenir.
Es así como en Madeline’s Madeline el papel del arte se asume más que como respuesta necesaria, como reverberación de un estado que debe ser afrontado y deconstruido, entablando de ese modo un diálogo propiciado desde la representación más puramente primigenia. Decker, encauza a través de tal perspectiva un ejercicio cimentado en torno a un sentido irracional embebido en la abstracción que supone indagar en los recovecos de la mente, haciendo de la improvisación una herramienta tan extraña como forzosa. La herramienta en que Madeline halla soluciones a unos instintos reprimidos que parece imposible expeler en otras vías.
Lejos de lo que pudiera parecer, y es que tanto su narrativa como esa composición ciertamente abigarrada que por momentos presenta el film de la cineasta, Madeline’s Madeline tiene claras sus intenciones desde el plano formal, compuesto en esencia desde la concepción de un plano que aporta espontaneidad y desata sin duda algunas de sus virtudes, concentradas sobre todo en la figura de la debutante Helena Howard. Sin el rostro de la inexperta pero arrojada actriz —cualidad de la que, por otro lado, se empapa la cinta— es difícil comprender ese proceso en el que Decker decide redirigir el particular periplo canalizado por la protagonista mediante sus sesiones teatrales —que incluso llegarán a tomar la forma de una ‹performance› desmedida, articulada desde un exceso que no es sino, y en última instancia, la más entendible de las réplicas—. Natural, directa y atrevida, la joven actriz es capaz por momentos de rebasar con una fuerza innata el excepcional escenario propuesto por Decker, llevándolo más allá de su excéntrica concepción.
Es, por tanto, Madeline’s Madeline una experiencia de claro propósito —que construye con esmero esa relación a la que parece acogerse la directora, aportando los matices necesarios y dibujando desde la imagen y la gestualidad una confrontación que en realidad no tiene nada de excepcional—, que encuentra en su tan intrépida como insólita apuesta los mimbres desde los que gestionar una marcada personalidad, quizá desvanecida en un irregular desarrollo y ese dislate al que apunta en ocasiones la película, pero ante todo muestra el potencial y arrojo necesarios como para transformar cada uno de sus minutos en uno de esos ensayos únicos a los que, ni aunque sea por su condición, hay que acercarse sin temor y con esa mirada desprendida a la que parece acogerse Decker como sino de un cine sin complejos ni prudencia.
Larga vida a la nueva carne.