La nueva película del francés Antoine Barraud es un enrevesado drama psicológico que recorre la confusa rutina de Judith, una traductora profesional que con la excusa de su trabajo viaja constantemente entre dos amantes, y dos familias, en dos países distintos, conformando una intrincada red de mentiras y secretos que apenas mantiene un statu quo al borde de quebrarse. A lo largo de la cinta vemos a Judith adoptar personalidades e identidades distintas, con la ayuda de documentos de identidad falsos y de unos amantes entre crédulos y cómplices de su plan. Pero a las ya complicadas dinámicas de esta relación a dos bandas se le suman las constantes ausencias y viajes, que repercuten en su día a día con ellos y, sobre todo, en la percepción que sus hijos tienen de ella.
Madeleine Collins nos va anticipando un final que parece inexorable, mediante una escalada de tensión que el espectador va sintiendo a medida que se enmaraña más y más una realidad confusa. Nos adentramos, a través de una excelente interpretación principal por parte de Virginie Efira, en la mente de una mujer que ha construido toda su vida a base de engaños y que conforme va avanzando la trama es más consciente de lo artificial que es todo. La obra va dando retales de información sobre sus motivaciones, pero tampoco te las termina de mostrar de frente, haciendo que se mantenga un cierto misterio sin volverla obtusa en exceso. Esto incluye un llamativo prólogo que en apariencia no tiene ninguna relación con lo que veremos después, y un título que tardará muchísimo tiempo en explicitar su significado.
Si por dicha intención fuese, estaríamos ante un exponente memorable en su género, pero lamentablemente la película de Barraud adolece de una realización algo discreta que no logra siempre imprimir ese pretendido nervio a la trama. El resultado, a pesar de lo elaborado y enrevesado de su esquema, es más servicial y cumplidor que realmente absorbente, y queda lejos de grandes pilares del género en cuanto a capacidad de conexión emocional. Ésta es la mayor carencia de Madeleine Collins, que incluso con unas interpretaciones buenas y hasta destacables y la comprensión de los mecanismos básicos de su narrativa, no llega a algo más. Se ve, se disfruta y no permanece.
Probablemente gran parte de esta sensación esté generada por su excesivo enfoque en el personaje de Judith, y sea inherente a la trama y a cómo se quiere contar esta historia. Lo digo particularmente porque uno puede sentir esa incertidumbre que acompaña todos sus actos, pero el resultado de ello también es que todo lo que le rodea aparece enfocado desde la distancia. Da la sensación de que Abdel y Melvil son personajes interesantes, pero existen en la medida en que existe la protagonista y su punto de vista propio sobre los acontecimientos apenas asoma (un poco más en el caso de Abdel). La pequeña y perceptiva Ninon es un personaje central de la película en cuanto a que las motivaciones de la protagonista se originan en ella, pero la cinta la trata como un objeto de las mismas, sin pararse a hacernos entender el conflicto desde su punto de vista. Algo mejor se trata el tema del hijo de Judith y Melvil, pero apenas se le da un par de momentos de calado.
¿Es esto malo? Seguramente no, al fin y al cabo la película también va de esto, de cómo unos lazos que la protagonista presume fuertes en realidad están deshilachados. De manera progresiva, Judith se va encontrando más sola y con menos referencias emocionales, lo cual repercute en su salud mental y acentúa todavía más el absurdo de su situación. La cuestión de esto es si por sí solo el personaje puede cargar con todo el peso narrativo, y la respuesta es un sí condicional. Puede, pero a costa de que esa desconexión emocional con las personas de su día a día le llegue al espectador mucho antes de lo que la trama pretende, y de que esto derive en una sensación final que, sin dejar de ser satisfactoria, sí hace pensar en lo que alguien con mejor pulso para narrar esta historia podría haber hecho con ella.