Ocurre con Mad Heidi, igual que con muchas otras producciones de corte paródico construidas en torno a una idea descabellada (y, por ello mismo, increíblemente seductora), que uno las recibe con tanta expectación como suspicacia, pues no es raro que la ocurrencia que las ha motivado desemboque finalmente en largometrajes fallidos y carentes de gracia e imaginación, con suerte cortos alargados con dos o tres escenas puntuales dignas de recordar. Para servidor, no sucedía esto con Machete, que considero la principal influencia de los directores Hartmann y Klopfstein: como la cinta de Robert Rodriguez, Mad Heidi parte de un póster promocional, luego derivado en trailer, que excitó la imaginación de su público potencial hasta el punto de involucrarle en la financiación de la película por la vía del micro-mecenazgo. Junto a esta capacidad para estimular el apetito cinéfago del respetable apelando a los placeres de la serie Z, está la recurrencia a la estética y el espíritu de ese cine ‹grindhouse› de los setenta que el propio Rodriguez, junto a Quentin Tarantino (al que también se intuye fácil en la cinta que nos ocupa, verbigracia el entrenamiento con las monjas que remite directamente a Kill Bill), ayudó a revitalizar, así como la voluntad de erigirse en piedra inaugural de una improbable ‹swissplotation›, del mismo modo que Machete se esforzaba en aglutinar toda la cultura latina en su particular juguete violento y referencial.
Sin embargo, pronto se adivina que tras la gracia de convertir el imaginario bucólico, naíf y entrañable de la escritora Johanna Spyri en un campo de batalla donde miden sus fuerzas el gore, el erotismo (muy light) y el humor cómplice y descerebrado, el cine se cuenta realmente con cuentagotas. No se aprecia, en fin, nada de la bruta sofisticación o de la inventiva visual que animaban Machete. Tampoco llega, siquiera, al nivel de la también delirante Iron Sky, con la que comparte productora y germen creativo (viralización en redes de una idea imposible, etc.). Esto no impide que resulte moderadamente entretenida y que algunas de sus ocurrencias inviten al disfrute genuino, pero lo que prima es básicamente una sátira sosa e inofensiva que ni sorprende, ni hace el menor daño a nadie, plagada de chistes y diálogos malos a vueltas con los tópicos culturales de rigor («Rest in cheese, bitch» es una de las frases más memorables de la función), sobreactuaciones entrañables (Casper Van Dien como líder autoritario y supremo de Suiza; el tipo se lo pasa en grande, hay que admitirlo) y una trama vengativa tan funcional como predecible. Sólo los ramalazos de gore (algunos bastante creativos) sacan al espectador de la placentera modorra con la que todo parece discurrir.
Lo mejor es ver el empeño de sus creadores por plasmar referencias diversas en un todo homogéneo, lo que implica hibridar diferentes categorías del cine de explotación (la ‹nazisploitation›, el cine carcelario de mujeres, el cine de ‹zombies› o la ‹blaxploitation› con Peter el Cabrero, uno de los pocos aciertos de la función) con mayor o menor tino. Pero, como decimos, todo resulta demasiado vulgar, demasiado cuadriculado también: impera el absurdo y el humor, pero al mismo tiempo da la sensación de que la película se contiene demasiado, que teme ir más allá o pasarse en su delirio. Un ejemplo es el modo en el que desaprovecha a los mutantes violentos a causa del queso experimental, ocurrencia que parece salida de una de la Troma (no en balde, en el guion está Trent Haaga, formado en la compañía de Lloyd Kauffman). Tampoco ayuda que la broma —es lo que es, a fin de cuentas— se sienta tan autoconsciente. A día de hoy, y por mucho cariño que se profese por este cine ya desaparecido, cuando se lo recupera suele ser siempre desde la vía del humor cómplice y el guiño postmoderno, como si no fuera posible hacerlo sin el salvoconducto de la ironía.
Sea como fuere, es un divertimento ligero que no estorba en absoluto, que no cae en los niveles abisales de las producciones de The Asylum, y que, en fin, sirve para echarse unas risas entre colegas si hay mucha cerveza de por medio. Fuera de este marco, Mad Heidi se queda en muy poquita cosa, aunque quede la puerta abierta a una posible secuela que, si apuesta por extremar su imaginario (incluyamos el erotismo, aunque solo sea por rendir homenaje a uno de los nombres clave de la escena ‹exploit› suiza: Erwin Dietrich), puede resultar mucho más estimulante que la que ahora mismo nos ocupa.