Macbeth (Justin Kurzel)

«..i una esperança desfeta i una recança infinita…»*

— Corrandes d’exili – Pere IV —

Llueve en los Highlands escoceses y la desolación climatológica se funde con la espiritual en un entierro de un bebé que, podría ser perfectamente el entierro de la inocencia y la bondad de sus asistentes. Pantalla en negro y carteles rojos de raíz “Gasparnoeniana» que marcan el tono de negrura y sangre que invadirán la película.

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La niebla se cierne sobre los cuerpos apunto de iniciar la batalla. Todo resta congelado, excepto la mirada de Fassbender marcada por un eyeliner tan negro y profundo como el destino que le depara. Como si esa sombra fuera el reflejo de la negrura de su alma atormentada. Plasticidad de cuerpos que chillan y sangran, slow motions y congelaciones detallísticas centradas en la fiereza del combate… y los ojos de Macbeth como cuchillos afilados marcando el camino y sobresaliendo como si el mundo se reduciera a su imagen, a la proyección de su mirada.

Es el fatuum, la tragedia y la desdicha. Imágenes hieráticas y a la vez rabiosas, destructivas y violentas. Un descenso a los infiernos filmado por Justin Kurzel como un evento religioso. Una sacralización de la bilis, de la envidia y la ambición y sus funestas consecuencias. Es un trabajo de objetivación de las mismas a través de la trascendencia religiosa, como un éxtasis divino inverso.

Es la filmación de otra clase de batalla, la interna. El regocijo ante la propia caida íntima pues ello supone alcanzar el poder. Es el plano del hombre en la cúspide de su gloria mientras se arrastra por el suelo, con el trono al alcance de su mano y al mismo tiempo como un tótem inalcanzable; con la corona ceñida a la cabeza como la bola y la cadena a la pierna del presidiario.

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Este Macbeth es en efecto una cárcel del fatuum, de la serpiente de la ambición introduciéndose en la cabeza, pudriéndolo todo. De la soledad del poder y de cómo destruimos a aquellos que amamos. De cómo todo se torna áspero, crudo. De cómo las amplias paredes de un reino se van deshaciendo, al mismo tiempo que se cierran sobre sí mismas como un ataúd de piedras.

Otra batalla, y esta vez no hay niebla. Solo un fondo rojo arenoso. Sangre, sequedad inundan la pantalla. Ya no hay ojos, miradas ni eyeliners. Macbeth ha dejado de ser un semi-dios y deviene otro hombre más cargando su espada y su desgracia. Desdibujado, casi irreconocible en este fondo rojo. Como si Justin Kurzel hiciera de su personaje un Mad Max desdichado filmado por Nicolas Winding Refn. Como si con esta última batalla, lejos de redimir a su personaje, quisiera sumirle en una tiniebla rojiza, ahogado en la sangre que él mismo ha derramado.

Se cierra el círculo. Macbeth, Dios, héroe, traidor, rey, loco, asesino. Todos ellos conviviendo en una sola alma, luchando en una guerra interminable que solo podemos ver en la mirada torturada de unos ojos que nos indican el camino a seguir en la carretera de la autodestrucción. ¿Shakespeare Fury Road? Sí, pero interior, contenida, cruda e hiriente.

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* …y una esperanza deshecha y una pesadumbre infinita.

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