Yolande Zauberman no es una realizadora demasiado prolífica. Después de empezar como ayudante de Amos Gitai, Zauberman hizo su primera película en 1988, Classified People, un documental sobre el apartheid en Sudáfrica. Desde entonces ha dirigido tan solo seis largometrajes más, tanto documentales como de ficción.
Sus películas muestran un gran interés por las razas y las religiones, sus costumbres y modos de vida, buscando especialmente entender cómo una cultura, cuando se siente en minoría, teje una red de protección que no siempre es positiva. En su último film, M, Premio Especial del Jurado en el Festival de Locarno 2018, Zauberman nos pone en la pista de Menahem, un joven israelí de 35 años que sufrió abusos sexuales en la infancia por parte de algunos miembros de la comunidad judía ultraortodoxa en Bnei Brak, cerca de Tel-Aviv.
La película se inicia con una escena nocturna: el propio Menahem cantando una canción religiosa en la playa, intercalada con su narración de los abusos que sufrió. En esta escena está posiblemente el núcleo de todo el film, ya que muestra perfectamente la doble cara de un personaje tan atormentado como extrovertido y vivaz, así como su rechazo y al mismo tiempo amor incondicional por la cultura en la que fue educado. Menahem regresa a Bnei Brak con la sensación de que tiene muchas cuentas pendientes, pero que no será posible resolverlas, pues el daño ya está hecho. La melancolía que le invade, la necesidad de recuperar sus orígenes infantiles y desear hacer las paces con su pasado le llevan a un entorno por el que siente amor y odio al mismo tiempo.
Se trata de una comunidad opaca, estratificada, sofocante y profundamente machista, y al mismo tiempo de gran riqueza cultural. Como en todos los lugares cerrados, hay una atmósfera oscura, callada e irrespirable, en la que el hecho de denunciar hechos tan deleznables como un abuso generalizado y continuo es mirado por encima del hombro y desechado, quizás porque echa por tierra la propia idea de comunidad: ya no es posible la fraternidad, ya no es posible la protección, ya no es posible diferenciarse del resto.
Quizás los mejores momentos del film llegan cuando Menahem habla con otros personajes, algunos víctimas de abusos como él, otros simplemente miembros de alguna familia ultraortodoxa. En ellas, el protagonista se convierte en director y actor, haciendo mover la cámara donde quiere y haciendo las preguntas exactas. Hay mucha apertura y libertad en esas escenas: se habla con naturalidad de los abusos, de la sexualidad, de por qué se producen situaciones tan horribles y de cómo es imposible que algo así no marque toda una vida e, incluso, que se cree un círculo vicioso en que la víctima se convierte en verdugo. En estas escenas nos damos cuenta hasta qué punto la cerrazón y la falta de comunicación e interdependencia entre comunidades crean escenarios aberrantes y fanáticos, en los que no cabe el pensamiento crítico.
Es posible que al ver una película como M, se pueda acusar a Yolande Zauberman de construir escenas, de buscar situaciones en las que el protagonista saque lo que ella quiere escuchar. Eso, precisamente, es dirigir. Zauberman sale victoriosa porque sabe qué preguntas hacer, qué escenas rodar, qué acciones provocarán más intensidad dramática y, por tanto, más verdad. Es posible que una escena en apariencia tan teatralizada como el diálogo entre Menahem y una modelo transexual nos permita conocerlo más que todas las entrevistas y preguntas que se le puedan hacer.