Un paneo circular de la cámara de Ángel Santos invade el espacio del taller en el que el pintor Manuel Moldes realiza su actividad de creación artística en soledad. El trávelin describe el caos controlado en el que se sumerge un artista cuando se enfrenta al mismo acto de crear. M. (Manuel Moldes – Pontevedra Suite, 1983-1987) se declara así como un retrato documental de los preparativos de una exposición retrospectiva del pintor, centrándose primero en la faceta privada en la que el sujeto en cuestión actúa como demiurgo absoluto. Todo lo que sucede en la intimidad del estudio y la disposición de cada objeto, instrumento, pintura o cartel está minuciosamente determinado a través de su proceso interno —al que somos completamente ajenos al igual que el mismo director de la película, resignado a la simple observación de sus actos y el resultado de los mismos sobre el lienzo—. Somos testigos de la elección del pincel o la espátula, del tipo de material que usa para extender sobre el lienzo cuidadosamente, del que surgen colores y figuras y emergen texturas y formas. El sonido de cada herramienta al interactuar con el soporte a partir de la técnica utilizada toma especial protagonismo, mientras queda registrado todo con la peculiaridad del film de 16 mm y la cámara usada para capturar todo ello.
El tiempo durante esta fase parece no seguir una lógica en su aislamiento del mundo exterior. Para la narración cinematográfica se contrae irremediablemente mediante el recurso de la elipsis, pero en su lógica interna parece dilatarse en ese silencio, incomunicación e introspección de su protagonista. Es en el aspecto público —cuando Manuel Moldes tiene que supervisar y preparar la exposición en un espacio abierto para la observación y la experimentación de sus obras— cuando los dos niveles distintos del artista y su obra entran en conflicto. Elige el lugar que ocupa cada cuadro, su posición respecto al resto, el orden en el que un hipotético visitante puede llegar a cada una. Vemos preparar especialmente la colocación de la pintura que se ve terminar durante el rodaje del corto. ¿Puede un artista proteger su trabajo de aquellos que van a apreciarla para que lo hagan de la forma en que él lo ha decidido sin dar oportunidad a la contradicción o la malinterpretación? La dimensión social de su exposición trasciende de su obra al mismo edificio en el que se exhibe a través del acto de pintar sus paredes, su fachada. El pintor hace suyo así en la medida de lo posible el viaje de los visitantes a su mundo interior en ese lugar a través de los objetos que atesora, no carente de una paradójica resistencia.
La relación del cine con la pintura entra en juego desde el primer momento. Ya no desde el punto de vista de asumir estética, composición, punto de vista o representación temática, sino por la propia documentación de la técnica empleada en la creación de las obras, análogamente al trazo que deja la luz en la película de 16 mm utilizada para su filmación. Las figuras, los colores y las texturas son además descontextualizadas de las pinturas en construcción o completadas a las que pertenecen y pasan a formar parte de la película a través de la mutilación directa que supone la elección del encuadre en un simple plano. Esta relación queda patente si atendemos al mismo discurso que está elaborando visualmente respecto al tratamiento íntimo del autor de lo que aparece plasmado por su ingenio creativo y la forma en que se promulga abiertamente en esos otros espacios que no le pertenecen para unos espectadores que son ajenos a todo lo que hay de él en ellas. De esta manera el mismo cine —la propia película de Ángel Santos— se revela como un acto de apropiación, una violación del espacio propio del artista, de sus obras y de cualquier perspectiva que pueda plantear para que el resto del mundo acceda a ellas según su propio diseño preestablecido.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.