Luz (Tilman Singer)

El cine de posesiones tomó a principios de los 70 —pese a haber arrojado ya obras capitales como Madre Juana de los Ángeles— una nueva concepción a raíz de una de las obras maestras del cine de terror, aquella El exorcista de William Friedkin que iniciaría una etapa sostenida por cineastas de la talla de Sam Raimi, Robert Wise, el mismísimo John Carpenter e incluso figuras relevantes del cine italiano de género como De Martino, Damiani o, en última instancia, Soavi.

Tilman Singer, que debutaba en la pasada edición de la Berlinale —en la paralela Perspektive Deutsches Kino, donde el talento bávaro se extiende en todas direcciones—, demuestra conocer un terreno en el que se mueve a través de esos efluvios que lo han caracterizado a lo largo de estos años, encontrando tanto en una estética que remite claramente a los 80 como en esas atmósferas tan particulares representadas por algunos de los maestros que lo han manejado, una de las claves de esta Luz. El género emerge a partir de esos estímulos en la parte del subconsciente que ha cohabitado en no pocas ocasiones, imprimiendo de ese modo un halo de irrealidad que el cineasta bávaro refuerza especialmente en una puesta en escena que se antoja primordial en el film que nos ocupa, ya no por la pronunciada exposición establecida a partir de los distintos espacios que maneja, sino también por la forma en como traza una simetría entre su particular perspectiva y esa esencia tan propia de otros tiempos que parece marcar a fuego Luz.

Desde su primera secuencia, el film de Singer ya se muestra en esos lugares que dotan de cuerpo al film. El movimiento sinuoso de la cámara se desplaza ensimismadamente en torno a una puesta en escena sin la que no se conciben, más allá de los objetivos intrínsecos de Luz, la ajustada mirada de su autor. El plano, no obstante, no se agota en esa propuesta donde los espacios refuerzan las distintas tonalidades que van otorgando una gradación cada vez más surreal y alucinada al film, y también encuentran en el acercamiento a los personajes una suerte de hiperbolización del gesto con que el alemán indaga en ese enardecimiento tan propio del cine de terror de años pretéritos. Es así como formula un juego de espejos reimaginado en un cine presente que en realidad no parece tal, pero encuentra los mecanismos adecuados para desprenderse en cierto modo de una concepción mucho más abigarrada; y es que si bien aquello que expone Singer es una gradación tonal que se expande en un ‹crescendo› apoyado cada vez con mayor fuerza por esa irrealidad de la que hablaba, el relato no termina de dejarse imbuir por esa naturaleza tan tronada que tenían muchas de sus predecesoras.

Una oración impía —que, incluso, un traductor se niega a repetir ante la furibunda réplica de su compañera—, la crónica de un reencuentro que devendrá en mucho más que eso, y la participación de cinco personajes en apenas unos escenarios, se revelan como el contexto ideal para reproducir y amplificar las claves de un género que halla en Luz uno de esos sugestivos ejercicios que llegan cada temporada y que, pese a no terminar de dejarse llevar por las pulsiones del mismo —hecho que quizá habría devenido en una pieza (aún) más hipnótica de lo que sabe ser—, debe ser valorado en la medida de un cineasta que no sólo conoce muy bien los recovecos del género y los lleva a un complejo lugar donde ser desarrollados sin estridencias, además lo hace con la madurez impropia de un debutante que, si continúa explorando esa intuición visual, puede llegar a realizar grandes aportaciones.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *