Las estatuas también mueren
«Nos falta la guerra», afirma uno de los personajes de Luka mientras contempla la extensión de tierra inhóspita que se expande ante sus ojos. Grandes montañas cubiertas de niebla y polvo, una superficie seca y quemada. La vida ya no emerge entre las rocas. Solo perdura el vacío. En Luka, la nueva película de Jessica Hope Woodworth, basada libremente en la novela El desierto de los tártaros de Dino Buzzati y presentada en el Festival de Sitges dentro de la sección Noves Visions, el cuerpo masculino es lo único que habita la ausencia de paisaje postapocalíptico. Es una distopía donde un grupo de soldados perdidos en mitad de la nada son entrenados para la llegada de las tropas del norte, un enemigo fantasma al que nadie ha visto, pero tratan como si fuera la amenaza que puede derrocar los últimos vestigios de la civilización, sustentada sobre tres conceptos: obediencia, resiliencia y sacrificio. Luka es un francotirador que se presta como voluntario y deberá someterse a estos tres estamentos para llegar a ser un soldado de combate. Sin embargo, la única batalla a librar será contra sí mismo.
La cinta de Woodworth toma las características de un cine de la ausencia, suspendiendo su narrativa en imágenes rodadas en 16mm en un blanco y negro contrastado y muy expresivo. Una estética que, por momentos, captura inteligentemente el imponente vacío espacial y lo traslada al campo de lo corporal. Explora una fisicidad casi animal, y en sus imágenes palpita la influencia de Claire Denis, aunque con un posado menos sofisticado; Woodworth intenta ser más extrema, sus primeros planos quieren penetrar la textura de la piel, del sudor, y su cámara, más inquieta e inestable, también es más evidente. Los cuerpos son estatuas en movimiento. En este sentido, cabe destacar la presencia de un cuerpo disruptivo, el de Geraldine Chaplin. Su trabajo actoral añade una capa de ambigüedad interesante, tanto por el carácter híbrido con relación a su género como por su lograda gestualidad críptica.
El cuerpo, en cualquier caso, es otro campo de batalla, y en él, la mirada, asfixiada bajo un imponente vacío espacial, ya no pretende vislumbrar un horizonte esperanzador, sino bélico. La guerra, pues, termina convirtiéndose en un deseo que de sentido a la espera del soldado. No obstante, como parece señalar uno de los últimos planos del filme, donde el personaje de Chaplin sostiene la cabeza quebrada de una escultura, las estatuas también fallecen y, con ellas, las ideas de Woodworth.
La deriva psicológica de los personajes de Luka se traduce en una pobreza discursiva causada por la falta de inventiva en la puesta en escena. Estancada en la falsa trascendencia que afecta a buena parte del cine de autor europeo contemporáneo, la cineasta belga camufla la vacuidad de sus imágenes —que no de sus paisajes— en gestos fílmicos malogrados: rupturas de la cuarta pared, voces en ‹off›, movimientos de cámara sinuosos… Una propuesta fallida, a la que le pesan demasiado sus pretensiones autorales, pero interesante como trabajo estético sobre el cuerpo y la ausencia.