A riesgo de traicionar mis convicciones cinéfilas que radican en considerar que un metraje excesivamente prolongado es terrorismo audiovisual, quiero poner de manifiesto que, con Franz Rogowski, una película nunca jamás se hará larga. Más bien lo contrario: siempre faltará metraje. El director italiano Giorgio Diritti, consciente de esto que os comento, lo debía de tener muy claro confeccionando un relato como si de un traje Armani hecho a medida se tratara: calculado al milímetro, pensado y repensado para que el actor germánico pueda caber a la perfección, trabando una historia donde él, en estado de gracia —es más, casi en estado de trance, diría—, hace y deshace como pez en el agua, componiendo una interpretación dramática que merece todos los premios del año. Pareciera que Rogowski pudiera eclipsar cualquier otro mérito de esta producción, pero intentaremos aquí defenestrar esa sensación. Hablemos de Lubo.
Hay veces en que el drama te aplasta inconteniblemente. Que una ficción, cruel y caprichosa como el destino (y mezquina y miserable como la mala gente), nos hunde en el lodo del tremendismo desde una épica sucia, como es el caso de Lubo, una elegía brutal y demoledora a través de la cual Diritti se desliza como un médium entre la historia escrita desde la distancia frívola de los expertos y las emociones y tormentos que ahogaron la población europea durante la primera mitad del siglo XX. De esta manera el cineasta, mediante un guion que adapta Il seminaritore de Mario Cavatore, nos sumerge en un descenso protagonizado por Lubo Moser (Rogowski), una figura que vaga con convicción por una Europa arrasada por la Segunda Guerra Mundial. El viejo continente, aún humeante por el conflicto y la matanza, se halla minado de prejuicios, heridas que no cerrarán nunca y un dolor punzante que se acaba llevando en silencio, aunque no por eso es menos doloroso.
En ese devastador panorama, en una tierra desvalijada y caótica, Lubo Moser, un nómada callejero, lo pierde todo de la noche a la mañana. Corre el año 1939 cuando, llamado a filas del ejército suizo, se desencadena una carambola fatal: mientras está de maniobras, su mujer muere y sus hijos desaparecen, secuestrados y reubicados en el marco del tenebroso Kinder der Landstrasse, un programa de reeducación infantil influenciado por los principios de la eugenesia. Obligado a empezar de nuevo, y colgándose la capa de padre coraje en busca del paradero de lo que queda de su familia, Lubo emprenderá un viaje donde adoptará, a lo largo de las décadas a través de las que se extiende la línea narrativa, múltiples identidades y oficios.
Lubo es, en esencia, una ‹survival movie›, del tallaje de las grandes epopeyas nominales como Martin Eden (Pietro Marcello, 2019), El renacido de Iñárritu o el Władysław Szpilman de El Pianista. A su misma vez, es una contra respuesta a este formato de cine personalista que todo lo apuesta a un personaje. Porque, a diferencia de estos ejemplos, Giorgio Diritti no busca ajusticiar malhechores ni chivos expiatorios, como tampoco propiciar una compensación moral ni resarcir a sus personajes, sino sencillamente reflejar una historia triste presentando a un ser humano minúsculo ante la inmensa e insoslayable corrupción cosmológica. Lo mejor de todo es que, pese a esa animadversión con la que el mundo lo envuelve, nuestro Lubo reserva fuerza para exhibir dignidad y honradez. Es decir, contradictoriamente, este cuento triste es también la exposición de la bondad humana: un faro de luz cálido (el único quizá) ante el eterno anochecer y la enfurecida tempestad.
Y sería, de hecho, otro drama histórico más si no fuese por una trama que no perdona a su sujeto. De entre las grandes virtudes de la película, resaltan un arco narrativo y una estructura que desafían lo típico, en el sentido que se desfigura el monomito de Joseph Campbell: no hay en todo el filme grandes gestas de heroicidad, ni proezas efectistas, ni un aprendizaje moral por parte de nadie; ni siquiera situaciones imposibles que son fácilmente superadas. No hay un regreso a casa, ya que el hogar del protagonista es destrozado sin tregua. No hay reparación. No hay momentos de fábula ni moralejas, nada más que esporádicos puntos de felicidad pasajera y alguna muestra, efímera y frágil, de amor. En ese sentido, Lubo no juega ni vacila, simplemente permite que su protagonista se hunda en la miseria dejando que él solo salga del pozo. No cavila, ni capitula, ni renuncia al drama. Incluso el final (que no les voy a destripar aquí, válgame Dios) denota un carácter pesimista que rompe con los discursos y proclamas de la cultura antibelicista, hartamente repetido y reutilizado a base de eslóganes. No, aquí los recursos cinematográficos se articulan de una manera natural, evadiendo falsas esperanzas, sin que eso implique traicionar las lógicas fílmicas. Cuenta además con una dirección exultante, que trabaja formalmente con precisión cirujana, pero sin que eso signifique enfriar el peso trágico del relato. Lubo se alza, pues, como una procesión nihilista. Como un filme indómito que respeta la tradición de las colosales cintas de su género pero que ofrece además un ritmo que no tiene piedad con el espectador. Porque la vida y la guerra, recuerden, tampoco hacen prisioneros.
Podéis ver Lubo en Filmin:
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