Ser un genio nunca fue fácil. De hecho, el periplo de innumerables artistas que alcanzarían la trascendencia necesaria después de su muerte, puede otorgar una idea sobre como se concibió esa senda que les llevaría a lo que finalmente serían, e incluso acerca de las dificultades que encontraron por el camino. Temas como el rechazo, la huida, la incomprensión o hasta una devoción mal entendida acerca de sus respectivas figuras sirven para intentar comprender un universo marcado por la inestabilidad. Dorota Kobiela y Hugh Welchman encuentran en esa particular amalgama un punto de partida de lo más jugoso mediante el cual dar forma al misterio suscitado en torno a la muerte de Vincent Van Gogh.
Loving Vincent no queda expuesta únicamente, en ese sentido, como una carta de amor a corazón abierto al pintor neerlandés, y en ella sus cineastas encuentran un hilo argumental a través del cual no sólo establecer un enigma presto a alimentar el interés del espectador, sino también ofrecer un recorrido a lo largo de los algo menos de 40 años que Van Gogh vivió, en especial esa intensa década en la que el artista llegaría a pintar 900 lienzos. La exploración de ese recorrido queda así descrito a través de los distintos testimonios que le vieron vivir sus últimos días en la población francesa de Auvers.
La complejidad del film, pues, no reside tanto en la irrupción de un relato más bien convencional, sino en la traslación de un arte tan distinto como el de la pintura al medio cinematográfico. Llevar los lienzos de Van Gogh a un nuevo plano y reproducir la belleza de los mismos, sin embargo, no parece una gran empresa en manos de Kobiela y Welchman, que logran trasladar la expresividad de los cuadros del pintor holandés a su particular crónica, encontrando en todas y cada una de las estampas una senda mediante la que rendir su particular homenaje. Lo cosechado en el plano visual (e, incluso, en ocasiones emocional) de Loving Vincent, no queda refrendado por unos cimientos que se antojan comunes para el talento del gran artista retratado, y que al fin y al cabo mueven el relato sobre el que se fortifica el film a resultar algo más académico que pasional, donde si bien dilucidamos pasajes de lo más sugerentes, ricos en detalles, nos encontramos ante una estructura conocida, manida, que no hace sino huir del poder de evocación que se establece del arte de Van Gogh.
Puede que la búsqueda de ese enigma acerca de los últimos días del artista termine deviniendo más una exploración del personaje —en ocasiones un tanto más compleja, a veces más bien explicativa, superficial—, y los cineastas se parapeten en unas imágenes bellísimas, de una plasticidad patente, pero Loving Vincent no logra vertebrar a través de todo ello un retrato lo suficientemente fascinante y tentador como para abandonar toda lógica y dejarse llevar por la imagen concebida por Welchman y Kobiela. Su mejor baza, abandonar esa razón a la que apunta intentando enarbolar una historia que sirva como hilo conductor, es quizá el gran acierto de un film que si bien esconde momentos, detalles e incluso pasajes ante los que quedar prendado de esa mirada tan particular, no encuentra en ellos un recóndito lugar en el que dejar volar (en cierto modo) la imaginación y volver a enamorarse del arte de ese incomprendido pintor que, finalmente, devendría atemporal.
Larga vida a la nueva carne.