El oficio de vivir
Una gota de sangre que silencia las tranquilas, cotidianas y felices existencias de unas personas que ocultan bajo sus ropas las heridas sentimentales que la vida tiende a abrir en la piel de todo ser humano, eso es lo que filma con tierna mano maestra Kôji Fukada en Love Life, cinta con la que compitió en la sección oficial del pasado Festival de Venecia.
Taeko (Fumino Kimura) vive con su marido (Kento Nagayama) y con su hijo de seis años (Tetta Shimada) en un pequeño piso en Japón. Su vida transcurre sin excesivas complicaciones; trabaja por vocación en un comedor social, juega con su vástago, famoso campeón de Othello, todo el tiempo que puede, y la relación con su cónyuge se basa en el amor y el respeto. El único problema que rompe su mar de calma es que, al estar casada de segundas, sus suegros no la aceptan. Así, el día que, durante una comida familiar, su hijo tenga un accidente mortal y, como consecuencia, reaparezca su padre biológico tras una ausencia de muchos años, Taeko tendrá que reconstruir su vida sobre una base de angustia y culpabilidad, aprender a respirar de nuevo en un mundo tan cercano como perfectamente irreconocible, dar forma a un nuevo lenguaje que le permita expresar el vacío que la consume.
«Ausencia en todo veo;
tus ojos la reflejan.
Ausencia en todo escucho;
tu voz a tiempo suena.
Ausencia en todo aspiro;
tu aliento huele a hierba.
Ausencia en todo siento.
Ausencia. Ausencia. Ausencia.»
En estos versos de su Romancero y cancionero de ausencias, Miguel Hernández renuncia a su habitual barroquismo formal para plasmar con la mayor desnudez, o austeridad, posible el dolor que le provoca la muerte de su primer hijo. Lo mismo sucede en Love Life. Y es que lo que el director japonés propone en su nueva película es un viaje transparente hacia lo más profundo de algo tan oscuro y denso como la pérdida de un hijo.
La idea es deshacerse de todo tipo de manierismos para mostrar la herida de forma diáfana; dejar que la cámara se empape del dolor de los personajes con plena naturalidad, sin subrayados ni gestos que distraigan la atención del espectador; radiografiar el silencio que asfixia unas vidas marcadas para siempre por el horror. Los personajes se mueven mudos de tragedia intentando encontrar respuestas a lo incomprensible, mientras las estancias cotidianas en las que antes sonreían se tiñen de soledad y vacío, mientras el cielo se cae sobre sus hombros y su llanto contenido les aísla cada vez más, mientras el mundo exterior sigue moviéndose como si nada hubiese pasado.
La incomunicación, como consecuencia, surge entre esas grietas de desasosiego, impidiendo que los protagonistas puedan reconocerse en su dolor: la expresión de pensamientos muy íntimos o de emociones fuertes aparece siempre sobrevolada por la sombra de la vergüenza y, por ello, la disculpa sucede a este tipo de confesiones. Pero a pesar del espesor dramático de su argumento, Love Life está bañada por una luz que la saca de los lugares comunes de este tipo de cintas y posee una contención que ahuyenta cualquier gesto melodramático. Los personajes, sus acontecimientos y emociones desfilan por la pantalla de forma clara, sin oropeles, pero con mucha belleza, y es precisamente ahí, en la decisión de retratar un mundo hermoso en el que suceden cosas inenarrables, donde se encuentra el mayor punto a favor de una cinta perfecta que consigue encapsular una vida siempre imperfecta. Nada más y nada menos.
La puesta en escena es de una precisión naturalista tan medida como genuina, a través de la cual Fukada capta el milagro de lo cotidiano. Planos generalmente abiertos, un gran tratamiento de la luz y unas interpretaciones muy vivas, a pesar de la sensación de muerte que inunda toda la película, son los elementos con los que el director construye un retrato de esa ausencia que se ve, se escucha, se aspira y se siente, de esa gota de sangre que silencia las existencias de unas personas ya de por sí muy heridas por el oficio de vivir.