La llegada de Lou Ye a las carteleras sirve para rescatar una figura, la del cineasta chino, que desde su debut a mediados de los 90 ha dejado una estela de títulos repletos de calidad, algo que queda constatado ya no únicamente en los galardones que ha recibido a lo largo de estas casi dos décadas, sino en un hecho como fue competir por la Palma de Oro en Cannes durante tres películas consecutivas, algo que se inició en 2003 con su Mariposa púrpura, y se prolongó hasta 2009, con Spring Fever y, tres años antes, Summer Palace. Todo ello llegaba fruto de un tercer largometraje, Suzhou River, que le reportó premios en festivales de la talla de Rotterdam, y que supondría su definitivo lanzamiento internacional.
Quizá es ese el motivo por el cual se antoja cuasi obligatorio rescatar la laureada Suzhou River, en especial si tenemos en cuenta que en cierta medida un pequeño fragmento del discurso del film podría entroncar directamente con la recién estrenada Love and Bruises.
De todos modos, no nos llevemos a engaño, y es que Suzhou River se aleja en mucho de su antepenúltimo film (en 2012, tras el trabajo protagonizado por Tahar Rahim y Corinne Yam, dirigió Mystery). Basta con aludir a la base formal del film para percatarnos de que en él Ye inicia una exploración distinta entorno a ese relato que empieza presentándonos a un joven e intrépido cámara que se enamorará de la sirena protagonista de un espectáculo en un bar, de nombre Meimei, y termina encontrando una extraña dualidad entre la particular búsqueda de Mardar, un mensajero que tras perder el rastro de su amada (Moudan) encontrará en Meimei su reflejo, y el tono de una obra que parece diluirse en una crónica de tintes imaginarios, donde lo ilusorio se antepone a la realidad.
Meimei y Moudan forman así una entidad en una historia que se funde en un halo de irrealidad, que nos lleva más allá de las semejanzas entre ambas muchachas, y que parece cuestionar en todo momento las posibilidades que llevaron a convertirse a Moudan en Meimei. De este modo, logra que en el relato subyaga una construcción distinta, y que ese conjunto de casualidades que reunen a Mardar y el novio de Meimei en una misma circunstancia no resulten lo más sugestivo del mismo, sino comprender hasta donde lleva Suzhou River esa descripción entorno a una obsesión amorosa.
Ese retrato queda encauzado ya desde un primer momento con la frase que abre el film —«Si te dejase algún día… ¿me buscarías como Mardar?» puesta en boca de Meimei— y con el aspecto formal del mismo, siguiendo la cámara de ese reportero para la ocasión a través de cuya perspectiva Lou Ye empieza a enarbolar pequeños pedazos de esa crónica que realiza el protagonista (al que, curiosamente, no llegamos a ver —o, mejor dicho, no se nos llega a presentar, ya que se intuye su presencia en una secuencia en particular— en ningún momento), y que más adelante serán presentados desde la visión subjetiva del personaje.
Más allá de ese proceso descrito por Lou Ye, el cineasta logra dejar el suficiente espacio como para que el relato no sea simplemente un viaje entre anhelos y se mueva con voz y determinación propias. En ese sentido, destaca la relación que el autor de Mystery va marcando entre sus distintos personajes, y el modo en como logra hacernos partícipes de un camino que posee algo de espejismo, y que sin embargo no se resiente al chocar en su último pasaje, en la última declaración de Lao B., el muchacho de la cámara sin rostro, que nos devuelve a la cruda realidad mediante esa indivisible voz en off que nos subyuga en el transcurso entre corredores imaginarios para terminar devolviéndonos a esa (en parte) desencantada mirada de un cineasta ineludible.
Larga vida a la nueva carne.