1994. Después de rodar dos largometrajes que lo pusieron en el centro de algunos focos gracias al talento mostrado en Hardware primero, y Dust Devil más tarde, Richard Stanley afrontaba uno de sus mayores retos, adaptar la novela de H.G. Wells, La isla del doctor Moreau. Un reto que a la postre le alejaría de la ficción en largo más de 20 años —hace poco se anunciaba el proyecto que lo devolverá a ese terreno tras algunos trabajos en el ámbito del cortometraje y documental—, un reto que haría descubrir al (por aquel entonces) joven y talentoso cineasta el universo que tenía ante sí, lejos de las experiencias cosechadas con sus primeros pasos tras las cámaras.
Lost Soul: El viaje maldito de Richard Stanley a la isla del Dr. Moreau, se encarga de narrar tanto el periplo que llevó a Stanley a terminar desistiendo, alejándose de una industria voraz y destructiva, como el que terminó dejando en manos de un Frankenheimer rebasado, dentro de una imperturbable burbuja, ante uno de los peores trabajos que se le recuerdan, y ante uno de esos desastres vapuleados casi de forma unánime como sería su La isla del Dr. Moreau. No es, de este modo, Stanley el único epicentro de un documental que encargándose de explorar su figura, hace lo propio con todo lo acontecido en un proceso de preproducción y rodaje titánicos, que llegaría tan o más lejos de lo que el propio cineasta habría podido asumir en un principio. No obstante, la figura de Stanley siempre sobresale y resuena con menor o mayor fuerza, y es que más allá de las vicisitudes del ya mencionado rodaje, aquello que había dejado tras de sí el autor de Hardware tendría su eco más en el espíritu de aquellos que estuvieron en el proyecto desde un buen inicio que en un resultado final condicionado no únicamente por el inesperado y poco meditado cambio de director, también por la caprichosa actitud de Brando y Kilmer, dos actores de peso en una película prácticamente de paso.
Si bien Gregory no otorga un ángulo especialmente novedoso, siendo conformista en el aspecto formal —que incluso en ocasiones no da mucho a la imaginación— e incluso no sabiendo sacar todo el jugo posible de los entrevistados —se echa en falta, por ejemplo, una aportación más personal y cercana de Stanley—, sólo lo contado en Lost Soul: El viaje maldito de Richard Stanley a la isla del Dr. Moreau merece la pena por sí solo. Sin embargo, no es que lo sucedido, incluso aquello anecdótico hallado en el propio periplo, invalide la labor de un cineasta que en ocasiones sabe dar con la tecla, profundizando en los aspectos más atípicos y extraños, sino más bien que la fuerza de lo narrado se sobrepone en ocasiones a las propias virtudes que pueda poseer el documental. O, dicho de otro modo, que si del disparatado proceso en que se transformó el rodaje de La isla del Dr. Moreau hubiese que armar un largometraje de ficción, pocos apuntes habría que añadir a un relato ya brillante de antemano.
Lo que podría resumirse como un anecdotario intrascendente —sí, divertido, e incluso enormemente extravagante y sorprendente, pero no más—, cobra entidad gracias a otro retrato de una figura engullida por el «star system», la de un creador mayúsculo que acabó deviniendo una sombra de su propio talento debido a los caprichos de una industria cruenta, en la que ni la consecución de un sueño inalcanzable asumido desde el máximo respeto y la mayor de las devociones tendría sentido alguno sin lograr a cambio algo que Stanley consiguió a raíz de su desaparición: un público afín en el que proyectar sus deseos (por distantes que fueran).
Larga vida a la nueva carne.