Como ocurre con cualquier festival grande que se precie, el rastreo en las secciones paralelas se hace imprescindible a la hora de abordar la programación de San Sebastián. Si bien las que cuentan con mayor atención mediática y organizativa incluyen títulos de calibre mezclados con las consabidas concesiones, es en esa suerte de contenedor que recibe el título de Zabaltegi donde cada año se encuentran algunas de las obras destacadas, que ni tan siquiera tienen proyecciones específicas para la prensa. Allí nos hemos topado con la primera gran sorpresa de la semana, una gema que reclama a voces desmarcarse del ostracismo al que parece relegarla la saturación del programa.
Dentro de esa saludable eclosión que atraviesan las cinematografías del este de Europa en las últimas décadas, parece existir una tendencia evidente a retratar la apatía del entorno, un eterno bucle que se despereza de los cambios políticos en el Bloque mediante el abrazo de nuevas costumbres que siguen enturbiando sueños y esperanzas. Es el caso de Bulgaria, un territorio del que apenas habían trascendido nombres recientes hasta el éxito de The Lesson (Kristina Grozeva y Petar Valchanov, 2014) en la pasada edición del festival que nos ocupa, y que aún no parece haber alcanzado esa repercusión en el circuito que sí han obtenido sus vecinos rumanos. Más allá de lograr reflejar las costumbres de un grupo de adolescentes en una localidad de provincias que podría ser una de tantas atravesadas por esa gris melancolía postindustrial, Losers es también la crónica de la dominación cultural que provoca que sus protagonistas no encuentren más reflejo en la realidad que el que le ofrecen pastiches de referencias extranjeras, así como una reivindicación de la dignidad de la trastienda atravesada por una lucidísima y entrañable comicidad.
Tomando como base el cruce entre la fiebre local por una caricaturesca banda de rock y un enamoramiento frustrado, Ivaylo Hristov construye un retrato para el recuerdo. Aunque pueda parecer un dato sorprendente, viendo la exigua distancia con la que contempla los conflictos de sus jóvenes personajes, es un veteranísimo actor búlgaro que únicamente cuenta con cuatro películas a sus espaldas como director. No lo es tanto si atendemos a los logros de su obra, que partiendo de la fotografía en blanco y negro de Emil Hristow crea una atmósfera decadente que encaja como un guante con su temática: hay pocos planos en Losers que no aporten matices al hastío vital de sus personajes. Por poner un ejemplo, en un momento en el que la banda de música protagonista, un mero cliché construido en base al imaginario anglosajón, interpreta una letra tosca e impersonal; el contraplano refleja los rostros de varios mineros locales, el sorprendente y perplejo público para el que tocan. Detalles humorísticos que, en su suma, son el reflejo de una nación que parece dar la espalda a su propia identidad cultural en favor de la impuesta por el sistema capitalista.
Por supuesto, la lectura política en Losers es un trasfondo de su natural acercamiento a las andanzas de unos adolescentes que construyen toda su narrativa vital en torno a un concepto como el fracaso, mientras queman sus días en un paisaje que ofrece pocas alternativas. Aspectos como el romance o el descubrimiento del sexo, tantas veces incómodos clichés con los que lidiar, resultan aquí una de las claves de la empatía de la cámara con unos rostros entre la inocencia y la cómica desesperación. Los continuos merodeos por las vías de tren —incluida alguna situación límite resuelta de maravilla en el guión— no destapan ninguna crisis vital, más bien las ganas de autoaceptación de sus personajes en un entorno que se la niega. Así como una niña asegura haber nacido triste por la imposibilidad de aspirar a ajustarse a sus expectativas, la sucesión de acontecimientos deja a todos los personajes en el mismo lugar residual, uno tan explicitado en el desenlace como significativo. Mientras se viva esperando un improbable cambio desde arriba, un perdedor será toda persona nacida en Bulgaria. Aquí se puede incluir el nombre del territorio que se quiera, si asumimos que la universalidad del discurso local de Hristov es lo que termina de redondear el alcance de su película, una de ésas que reconforta hallar en cualquier experiencia festivalera.