En Latinoamérica si la barbarie, los crímenes o las pérdidas ya fueron narradas o fabuladas por otros cineastas, escritores o trovadores ¿qué queda por contar? En las bibliotecas y librerías están los libros, los vídeos, las canciones que cimentan el recuerdo de las víctimas, las desapariciones y los exilios. Esos ecos permanecen contra el desprecio, Con respeto en lugar de alimentar el resentimiento. Aunque las pérdidas no se puedan recuperar, ¿cómo se puede volver a tratar el cautiverio o la desgracia? Hubo algunos films entre los años noventa y el nuevo siglo que resultaron notables por su tratamiento de ficción, acerca dictaduras como la chilena o la de Argentina. Ejemplos como los de Kamchatka y La frontera, dos estilos diferentes para contar todas las repercusiones, escondidas fuera del campo visual. Mediante un relato afectivo desde la niñez para la cinta del argentino Marcelo Piñeyro. Mientras que esa narración se hace atmosférica en el caso del fallecido cineasta chileno Ricardo Larraín que «construyó una película cargada de lirismo y nostalgia en la que apenas se atisba el paso del tiempo» como ya escribió por aquí Rubén Redondo. Sean influencias directas o no para el iraní Alireza Khatami, un tono evocador inunda su primer largometraje, obra que parece destilar algo de aquellos y de otros que impregnan el equipaje de cualquier cineasta.
Los versos del olvido es una coproducción entre Francia, Alemania, Chile y Holanda, interpretada por un elenco de actores españoles encabezados por Juan Margallo, Tomás del Estal, Manuel Morón e Itziar Aizpuru, además de los chilenos Willy Semler, Julio Jung y Amparo Noguera. La importancia del reparto radica en que son un grupo de intérpretes que suelen afrontar roles secundarios en cine y televisión, caracteres que ahora circulan con la misma importancia durante el metraje, sin más peso unos que otros salvo el principal. Sí, porque el protagonismo total recae en el septuagenario Juan Margallo, presente en cada secuencia del film, impostando con suavidad un acento que no es suyo, viviendo al compás de unas escenas que surgen de los sueños para plasmarse en momentos poéticos. Más allá de lo palpable, la historia transcurre en un país que pueden ser todos los que han sufrido el autoritarismo militar, político, admitido o sufrido por la población de cada estado. Es decir, con la única pista del español como idioma, sin otras referencias temporales salvo los vagos apuntes anotados en cuadernos por el anciano vigilante del cementerio. Fuera de las coordenadas geográficas que no reflejan un clima soleado permanente. O las musicales que localicen tangos, tonadillas ni otros timbres melódicos.
La abstracción retumba en el túnel del sueño por el que pasean los personajes. Un sepulturero que lleva la cuenta de los muertos enterrados antes de llegar hasta mil. La mujer mayor que pierde los limones de la bolsa y parece tejer con ellos un hilo de Ariadna que atraiga al protagonista. El chófer que prefiere perder el cristal del parabrisas para sentir por fin esa brisa refrescante sobre su rostro. El burócrata que permanece anclado a una mesa rodeada por cientos de relojes. Cada uno de ellos rodean al protagonista de Los versos del olvido y es presentado por una imagen memorable que delata sus deseos. Planos que moldean sus razones de ser, en un país latinoamericano desorientado, inconcreto en su localización, pero universal en su muestra. Todo está motivado por una sucesión de escenas en equilibrio constante desde el realismo mágico hasta el drama social, pero que no lo pierde, sin caer en más gravedad que un humor que llega como un salvavidas, cuando vislumbramos por instantes el punto argumental de partida.
El director visualiza la acción con encuadres estáticos, tan equilibrados que consiguen una puesta en escena que fluye con naturalidad, mediante planos fijos bellos, bien elaborados. También destaca la expresividad de la cámara en el quiebro que se produce con el apoyo de un movimiento de grúa, por el que se modula un plano secuencia, mientras cae la lluvia dentro de unas oficinas, una sensación tan irreal como sugerente. Una escena que quiebra la tristeza inicial para evolucionar hacia un clímax más ligero. El cineasta consigue un largometraje con imágenes plenas, metáforas que no abusan de sus significados, incluso por esas ballenas varadas en la playa que reflejan el olvido. Quizás porque en esta película, esos cetáceos remontan el vuelo.